El domingo, 10 de noviembre de 2013


TRIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO

(II Macabeos 7:1-2.9-14; II Tesalonicenses 2:16-3:5; Lucas 20:27-38)

El doctor Loren Eisley era un paleontólogo del siglo pasado. Eso es, estudió los restos de seres vivientes desde edades prehistóricas para entender mejor la vida actual. En un libro el doctor Eisley escribió cómo solía salir al campo durante el otoño cuando diferentes entes biológicos mueren para averiguar la naturaleza. Dijo que en la muerte las plantas y los animales deshojan de sus cubiertas y revelan sus estructuras. Dándonos cuenta de esto, que reflexionemos sobre la muerte humana para conocer mejor nuestra naturaleza.

Se dice que la muerte es un misterio. Eso es, no se puede comprenderla completamente porque ninguna persona viva la ha experimentado. No obstante, se puede decir algunas cosas acerca de la muerte. La muerte resulta en la corrupción del cuerpo, lo cual es completamente necesario para la vida en la tierra. Por eso, todos temen la muerte aunque algunos tengan la valentía a desafiarla por un bien mayor que el yo. Se puede decir también unas cosas positivas de la muerte. Poniendo un límite en la existencia, la muerte mueva a mujeres y hombres a cumplir sus proyectos. Si no fueran a morir, muchos demorarían en todo diciendo que van a hacer las tareas en la mañana. Así la muerte espolea a la gente a tener familias. Pues tener la prole es un modo a superar las fuerzas de corrupción por dejar atrás una semejanza de sí mismo. Para nosotros cristianos la muerte también proporciona la esperanza. Creemos que vamos a encontrar a Jesús, el cumplimiento de todos deseos legítimos, cuando terminemos la vida natural.

En el evangelio hoy los saduceos se arriman a Jesús con una pregunta sobre la resurrección de los muertos. Su intención no es limpia. Eso es, su pregunta tiene una azuela que puede pescar a Jesús si no tiene cuidado. Aferrando la Ley – las primeras cinco escrituras del Antiguo Testamento – como las únicas inspiradas por Dios, los saduceos rechazan las referencias a la resurrección en las otras escrituras como la de los Macabeos de la primera lectura hoy. Ahora quieren hacer a Jesús aparecer tonto con la farsa de una mujer casándose con siete hermanos seguidos cada cual falleciendo después del matrimonio. Preguntan a Jesús de cuál hermano será casada en la vida eterna.

Jesús contesta a los saduceos en una manera que no sólo les alumbra la Ley sino también responde a una obsesión de nuestro tiempo. Les cuenta que la Ley que aferran da testimonio a la resurrección de la muerte cuando llama a Dios como “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. La implicación – ciertamente sutil pero no obstante verdadero -- de esta expresión es que Abraham, Isaac, y Jacob son entes vivientes o al menos esperando la resurrección de la muerte. Si no, Dios no puede ser su Dios.

También dice Jesús que en la resurrección de la muerte no hay casamiento y, por lo tanto, no hay la intimidad sexual. Muchos hoy día querrían preguntar ahora: “¿Si no hay sexo en la eternidad, cómo puede ser una experiencia de la dicha absoluta?” Pero personas verdaderamente sabias saben que la mayor felicidad para la gente con conciencia desarrollada no proviene de la satisfacción de los apetitos sensuales sino del cumplimiento de los apetitos espirituales. Eso es, la gente que conoce el valor de la vida saca más satisfacción cuando ve el éxito de proyectos por los cuales ha hecho sacrificios que las cosas de que ha recibido sólo un placer físico. Por esta razón los padres sienten más alegría viendo a su hijo o su hija actuando como un adulto responsable y honrado que tuvieron del acto de concebirlo. En la resurrección vamos a tener la dicha por haber participado en la salvación de Cristo con nuestro amor sacrificial para los demás.

En el principio del evangelio de Lucas el santo hombre Simeón llama a Jesús “luz de las naciones”. Es luz porque sus enseñanzas brillan como un reflector indicándonos el camino del amor sacrificial. Además es luz porque su resurrección alumbra el misterio de la muerte que tememos tanto. Muestra que nuestro destino no es el campo de los muertos sino la vida con Dios. Por la resurrección de Jesús nuestro destino es la vida con Dios.

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