(Isaías
42:1-4.6-7; Hechos 10:34-38; Mateo 3:13-17)
Los
grandes ríos a través del mundo apoyan la vida. También la quitan. El Río Grande riega las cosechas en los dos
lados de la frontera. Sin embargo, se ha
convertido en una trampa para muchos migrantes intentando llegar a los Estados
Unidos. En el evangelio Jesús llega al
Río Jordán pare sumergirse en sus aguas.
Es como si quisiera experimentar lo más profundo de la experiencia
humana. Es como si estuviera exponiéndose al cáncer para acompañar los enfermos
más graves.
¡Cómo
nos llena con el terror la palabra “cáncer” dicha de nuestra condición física! La oímos como el sonido de un incendio consumiendo
nuestra casa. “Por favor, Dios mío,”
rezaremos, “que no sea eso”. En el
evangelio, Jesús también tiene que pedir algo negativo. Le suplica a Juan que no rehúse bautizarlo. Pues es la voluntad de su Padre que se someta
al bautismo como símbolo de la muerte que va a aguantar. Aunque parezca
contraria a nuestra imagen falsa de Dios como pura dulzura, el Padre exige a su Hijo que
sufra por la justicia. Eso es, que
arriesgue su propia vida para cumplir su voluntad a salvar al mundo del pecado.
Cuando
emerge de su bautismo, Jesús ve al Espíritu Santo descendiendo sobre él. Es testimonio de la complacencia de su Padre Dios. Algo parecido puede pasar a nosotros en medio
de una prueba como el cáncer. De repente
podemos sentir la paz penetrándonos como el agua al campo en un día
lluvioso. Cuando nos viene esta paz, nos
ponemos seguros que todo saldrá bien. Esto
no es la resignación a lo inevitable, mucho menos la pérdida de la razón. Es la certeza de un hijo que nada puede separarlo del amor de su padre. Un predicador
llama este sentimiento “don” porque no hizo nada para ganarlo. Dice que es la obra del Espíritu Santo o, más
bien, la presencia del Espíritu mismo.
Una vez que se lo realice, la vida cambia. La persona no se aflige a si misma con
preguntas como: ¿qué me va a pasar? o ¿cómo
puedo proveer por mi familia? No, confía
completamente en Dios. La única cosa que
quiere hacer es darle gracias por todo lo que tiene.
Pero todavía
no es curado del cáncer, al menos en muchos casos. Si Dios ama a la víctima, ¿cómo se puede
explicar esto? En la lectura escuchamos a Dios diciendo: “Este es mi Hijo muy
amado”. Es su hijo con la misión de la salvación. No será fácil. De veras, va a costarse su vida como habitante
de la tierra. Más aún, va a sufrir una
muerte tremendamente sangrienta. Dios
nos llama a nosotros a acompañar a Cristo por esta ordalía. Deberíamos escuchar su voz llamando a cada
uno de nosotros: “Elena, eres mi hija amada”, “Gerardo, eres mi hijo amado” o
quienquiera seas “eres mi hijo amado”.
Nos llama a participar en su plan de la salvación con el ofrecimiento de
nosotros mismos. Algunos van a batallar
cáncer; otros vivirán muchos años pero tan incapacitados que se preguntará si
vale la pena la vida. Y otros andarán con el duelo de haberse despedido de la mayoria de sus conocidos. Hecho con el amor, el sacrificio va a cumplir
dos objetivos como miembros del cuerpo de Cristo. Primero, va a comprobar nuestra elección como
hijos de Dios dignos de la vida eterna. Y segundo, va a ayudar a otros conocer
a Jesús como su salvador.
En el
bautismo de un niño podemos oler la fragancia del olio crismal. Dulce y pungente, el aroma nos hace pensar
que el bebé es especial, un verdadero don.
Entonces, escuchamos las palabras: “…seas para siempre miembro de Cristo
sacerdote, de Cristo profeta, y de Cristo rey”.
Ya sabemos porque el bebé es don.
Tiene la vocación de sufrir con Cristo para la salvación del mundo. Así es destinado para reinar con Cristo en la
vida eterna.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario