El domingo, 9 de febrero de 2014


QUINTO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 58:7-10; I Corintios 2:1-5; Mateo 5:13-16)


Según un informe en los primeros siglos después de Cristo se decía de los cristianos: “Miren cómo amen a uno y otro”.  ¿Dicen la misma cosa de nosotros hoy día?  O ¿es que nos vemos como cualquier otro grupo de gente – algunos bondadosos, unos pocos malvados, y la mayoría simplemente buscando su propio bien?  En el evangelio hoy Jesús nos exige una conducta que muestra más que la mediocridad.

Cuando Jesús dice a sus discípulos que sean como la sal de la tierra y la luz del mundo, no está exigiendo grandes cosas.  No está pidiendo que donemos un millón de dólares a las Caridades Católicas o que inventemos una máquina que piensa.  Más bien, quiere que hagamos – como Madre Teresa solía recomendar – pequeñas cosas con mucho amor.  Como la sal es “la especie de los pobres” haciendo aun papas deleitables, así nosotros debemos levantar las esperanzas de los demás.  Hay una congregación de religiosas que ven su vocación como acomodar a los moribundos pobres.  Su ministerio es dar a los desahuciados la atención médica junto con la compasión y el amor. Jesús nos llama a actuar por los demás con el mismo esmero. 

El domingo pasado en el evangelio escuchamos a Simeón llamar a Jesús la “luz que alumbra a las naciones”.  Ahora Jesús dice algo semejante de sus discípulos: que son “la luz del mundo”.  Pero no quiere decir que nuestras ideas tengan el mismo valor como las suyas ni que nuestra entrega vaya a llegar a la misma intensidad como la suya.  Más bien, ser “la luz del mundo” significa que nuestras acciones reflejen el amor de Dios Padre a todos.  En los últimos años hemos visto un nuevo tipo de luz alumbrando los árboles en la noche.  Puede ser la miríada de foquitos o posiblemente sean sus colores ilustres que nos impresionan tanto.  De todos modos, nos dejamos con bocas abiertas cuando las miramos.  Jesús quiere que nuestra buena voluntad sea tan brillante como estas lucitas para que el mundo se maraville de la misma manera.

Sin embargo, nuestro objeto no es llamar atención a nosotros mismos.  Eso es, no actuamos para que digan de nosotros: “¡Que generoso es este joven!” o “¡Que diligente es esta mujer!”.  No, Jesús señala con bastante claridad: “…viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos”.  Quiere que nuestro servicio tenga un matiz evangelizador por siempre mostrar la alegría de ser redimido por él.  Este es el brillo de la educadora en la escuela católica que se acoge a cada estudiante en la mañana con un fuerte: “Que bueno verte hoy”.  Asimismo es el secreto de un atleta, que se ha hecho una estrella inesperada en la liga nacional de basquetbol, cuando dejó de tratar de llamar atención a sí mismo para traerle más gloria a Dios.

En los últimos años hemos visto un nuevo tipo de piscina de natación.  En lugar del cloro, que causa efectos duros, las piscinas nuevas ocupan la sal para mantener limpia el agua.  Como la sal en estas piscinas, por llamar a sus discípulos “la sal de la tierra”, Jesús nos pide que preservemos sanos nuestros ambientes.  Que nuestras acciones y nuestras actitudes ahuyenten el contagio de la lujuria, los bichos de la burla, y el hedor del acoso.  Como la sal de la tierra que preservemos sanos nuestros ambientes.

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