EL TERCER DOMINGO DE PASCUA
(Hechos
2:14.22-33; I Pedro 1:17-21; Lucas 24:13-35)
Todos
nosotros conocemos a personas que no asisten en la misa cada domingo. Una vez este tipo de persona sabía que estaba
haciendo mal. Pero ahora algunos dicen
que no es necesario acudir a la misa semanalmente. Ofrecen como pretextos que no sacan nada de
la misa, que ha oído que no es pecado mortal, o que alguna gente que asiste
siempre lleva vidas mucho más deplorables que la de ellos. ¿Cómo deberíamos pensar en todo esto?
En
primer lugar tenemos que preguntar: ¿qué es el propósito de la misa? ¿Es sólo para complacer a un Dios que desea
el homenaje de la gente? No, Dios no
necesita nada de nosotros. Es
completamente contento en sí mismo. De
hecho, es un don de Dios que nos invita a participar en la misa.
Pensémonos
un momento en los equipos de deportes.
No importa el talento del jugador de básquet, tiene que practicar con el
equipo si va a ser parte del ello. Aun
Lebrón James necesita la práctica si va a entender la estrategia de su
entrenador, conocer las fuerzas y debilidades de sus compañeros, y mantener su
excelencia. Es así con la asistencia en
la misa, pero no hablamos de un equipo de básquet sino la Iglesia, el Cuerpo de
Cristo.
La misa
nos forma en buenos católicos. Sin
asistir en la misa regularmente, no conoceríamos bien al Señor Jesús. Pues profundizamos nuestro aprecio por él cada
vez que escuchamos el evangelio. Ni nos
enteraríamos de las esperanzas y necesidades de la comunidad que encontramos en
el templo. Tal vez más lamentable, no reconoceríamos
la verdad de nuestra propia existencia. Pensaríamos
que vivimos para tener el placer, para trabajar o para hacer otra
actividad. Es la misa dominical que nos asegura
que somos para experimentar la gloria de Jesús resucitado de la muerte.
Mucha gente
va a misa porque es la ley de la Iglesia.
Aquí encontramos dilema. Apenas
pueden apreciar la misa por todo su valor si la consideran como una obligación. Pero si no existiera la ley, a lo mejor no tendrían
ningún acceso a la palabra de Dios y a los fieles que la reverencian. En los tiempos antiguos no había una ley
requiriendo al cristiano asistir en la misa dominical o caer en pecado
mortal. No obstante, la gente regularmente
acudía al templo. Pues si no asistían, no podrían identificarse como
cristianos.
El
evangelio hoy muestra cómo Jesús nos presenta a sí mismo en la misa, “al partir
el pan”. Como acompaña a los discípulos en
el camino, Jesús camina con nosotros por todo la semana. Pero cuando nos reunimos en su nombre para
reflexionar sobre la vida en la luz de su mensaje, nos damos cuenta de su presencia. Se espera que podamos verlo un poquito en la
persona del sacerdote que ha dedicado su vida a servirlo. A lo mejor se ve más claramente en los santos
de la comunidad que jamás cansan a compartir el amor con los demás. Con una meditación se puede ver a Jesús también
en el pan y vino. Como estos alimentos proveen
nutrición natural, convertidos en su Cuerpo y Sangre nos fortalecen con la
virtud. De esta manera nosotros mismos podemos reflejar a Cristo a los demás.
Tal vez tenemos
que decidir ahora cómo queremos ser identificados al final de la vida. Parece
que algunos quieren identificarse con su equipo de básquet o de fútbol. Otros quieren ser conocidos por el placer que
tenían o el trabajo que hacían. Pero nosotros
sobre todo queremos ser asociados con Jesucristo. Para ser
parte de su Cuerpo, la Iglesia, asistimos en la misa dominical.
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