El domingo, 9 de abril de 2017

EL DOMINGO DE RAMOS DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

(Isaías 50:4-7; Filipenses 2:6-11; Mateo 26:14-27:54)

Un polaco describe la vida en su país bajo la dictadura comunista.  Dice aunque la gente sufrió mucha opresión, ayudaron a uno y otro.  Visitaron las casas de sus vecinos prestando la mano si era necesario.  Compartieron lo poco que tenían con los demás. En breve sintieron mucha solidaridad.  Lo que hace el sufrimiento de Jesús tan extremo en el evangelio que acabamos de escuchar es la falta de este tipo de apoyo humano.

En primer lugar sus discípulos fallan a Jesús.  Se acentúa la desgracia de Judas cuando lo traiciona con un beso.  No importa el motivo para su conspiración con los sumo sacerdotes – avaricia, envidia, o resentimiento – el marcar a Jesús con un signo de afecto agrega la injuria a la herida.  Los otros discípulos son culpables de la cobardía.  En lugar de acompañar a Jesús en su juicio, lo abandonan como si fuera víctima del virus de Ébola.  Aún Pedro, a lo cual Jesús encomendó la dirección de su iglesia, lo niega.  Es la creciente fuerza de sus negaciones que molesta.  Primero, niega que estuviera con Jesús; entonces, que lo conociera; y finalmente parece que maldice a Jesús. Esto es el comportamiento del soldado más recientemente reclutado, no de un líder. 

Aún más devastador a Jesús que el abandono de sus discípulos es el rechazo completo del pueblo.  El sumo sacerdote, la autoridad más alta en la sociedad judía, acusa a Jesús de blasfemia, un crimen que merece la muerte.  Todo el sanedrín lo escupe y lo bofetea. Siguen los abusos cuando Jesús es entregado a los romanos.  La gente lo desprecia en la cruz.  Pero a lo mejor es su preferencia para el criminal Barrabás que le causa a Jesús el más desconcierto.  Es como si un pueblo contemporáneo habría preferido la visita de Osama bin Laden a la del Papa Juan Pablo II.

No sólo los judíos rechazan a Jesús sino el mundo entero representado por el Imperio Romano.  El procurador Poncio Pilato, a pesar de su pretensión de lavarse de la culpabilidad, condena a Jesús a la muerte.  Los soldados lo tratan con desdén burlándose de él y golpeándolo cruelmente.  Aún los dos compañeros crucificados con Jesús en esta versión de la historia no escatiman los insultos.  El rechazo es tan extenso y profundo que Jesús siente que abarca la postura de su Padre Dios.  Se ve el abismo en que su espíritu ha caído cuando se compara su oración en el huerto con la de la cruz.  En el lugar primero reza con confianza: “Padre mío…hágase tu voluntad”.  Pero en la cruz, expresa la desilusión por dirigir la oración a sólo a “’Dios mío’” con la pregunta: “’¿por qué me has abandonado?’”


¿Cómo deberíamos entender el dolor tanto psicológico como físico de Jesús en este Evangelio según San Mateo?  Dos verdades parecen particularmente importantes.  Primero, Jesús conoce lo peor de las experiencias humanas.  Podemos acudir a él para consuelo cuando sintamos traicionados por un confiado, malentendidos por nuestros asociados, o despreciados por el pueblo.  Segundo y más significante, Jesús aguanta todo este sufrimiento para recompensar por nuestros pecados, sean traiciones de la verdad, anhelos extraviados, o rechazos de ofrecer la ayuda a los demás.  No somos mejores que la gente en el evangelio, pero reconocemos a un salvador que nos ha ganado la gracia de su Padre.  Tanto él nos ha enseñado, corregido, y suplicado que nos hayamos librado del pecado.  Nos hemos librado del pecado.

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