EL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA
(Génesis
22:1-2.9-13.15-18; Romanos 8:31-34; Marcos 9:2-10)
El dolor
todavía estuvo en la cara de la señora. Su
hija falleció por cáncer hacia treinta y cinco años. No obstante, cuando se mencionó la muerte en
una conversación, la madre se calló. Se
puso desalentada. Sus ojos no más
fijaron en los colocutores. Pareció que
las preguntas antiguas se levantaron de nuevo en su mente: “¿Cómo puede Dios
permitir tal cosa? ¿Por qué Dios me
causa tanto sufrimiento?” Ciertamente tales
preguntas sobre la ocurrencia del mal a personas buenas corren por la mente de
Abraham en la primera lectura.
Abraham
ha esperado por un tiempo largo tener un hijo con su esposa Sara. Por fin la mujer concibió a Isaac, que ya ha
crecido en joven robusto. Pero de
repente Dios le manda a Abraham que sacrifique a Isaac como si fuera un
cabrito. A pesar de las inquietudes que
seguramente surgen en su mente, Abraham no demora en cumplir el mandato. Entonces al momento en que Abraham levanta el
cuchillo para degollar a su hijo, el ángel del Señor le detiene la mano.
Nosotros
explicamos lo que pasa en la historia del mandato extraño de Dios a Abraham como
una prueba. Decimos que Dios probó su fe
para verificar que tenía la capacidad de ser padre de una gran nación. Pero esta explicación no cuadra muy bien. “¿Por qué Dios sugiere una cosa tan repulsiva
como matar a un niño por sacrificio?” deberíamos preguntar. Tal explicación tampoco sirve bien en el caso
de la niña que muere de cáncer. Nos
parece injusto particularmente cuando vemos a las parejas que han perdido a un
hijo peleando y cayendo en el desamor.
Pero
antes de que reivindiquemos la injusticia, deberíamos considerar la segunda
lectura. En ella San Pablo declara que
Dios “no nos escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros”. Es como si Dios mismo hizo un
sacrificio. Aun se puede decir que su
sacrificio sobrepasó cualquier que hagamos nosotros. Pues su Hijo no sólo sufrió una de las
muertes más horríficas posible sino también él nunca hizo nada mal para merecer
el sufrimiento que aguantó. Nosotros hombres
sí pecamos de modo que merezcamos el sufrimiento. Aun nuestros hijos, que son extensiones de nosotros,
se implican en el mal que hacemos.
El
evangelio nos sugiere la clave para entender el sufrimiento. Después de que Pedro, Santiago, y Juan ven a
Jesús transfigurado, Dios les habla de una nube. Dice: “’Este es mi hijo amado;
escúchenlo’”. Jesús ya ha hablado con
sus discípulos de la necesidad de perderse si quieren ganar la vida
eterna. Va a echar un reto semejante dos
veces más en este evangelio según San Marcos.
Si queremos probarnos como dignos de la vida eterna, tendremos que
sacrificarnos juntos con Jesús en el amor.
El sacrificio puede consistir en nuestro tiempo, nuestra paz, y aun
nuestras vidas o la vida de un ser querido.
Particularmente
durante la Cuaresma nosotros cristianos nos acercarnos a Jesús para escucharlo. No vamos a oír la explicación perfecta para
la ocurrencia del mal a personas buenas.
Pero nos impartirá una mayor sabiduría.
Nos enseñará que aquellos que sufran junto con él tendrán la resurrección
de la muerte junto con él. Es su
acompañamiento que nos la facilita. Con
él cerca tendremos la valentía de sacrificarnos por el bien del otro. Sin él cerca nuestra vida aunque sea alegre será
vivida en vano.
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