EL VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO
(Deuteronomio
4:1-2.6-8; Santiago 1:17-18.21b-22.27; Marcos 7:1-8.14-15.21-23)
Una vez
un trabajador vino al organizador de la unión.
Le dijo que debería ir pronto al salón donde se reunían los miembros de
la unión. “¿Por qué?” preguntó el organizador con atención. “Porque – respondió
el trabajador -- les habla un predicador.”
El organizador relajó. Dijo que los
hombres necesitaban un sermón sobre lo justo y lo injusto. “No entiendes – le replicó el trabajador – no
está hablando de los vicios suyos sino los vicios tuyos”. El predicador
hablando sobre el mal de las uniones es ejemplo de la crítica injusta que vemos
en el evangelio.
A lo
mejor los fariseos y escribas vienen de Jerusalén para averiguar quién es
Jesús. Sin duda la noticia de cómo ha
dado de comer a miles ha traspasado a lugares ambos lejanos y cercanos. Los averiguadores querrían saber si Jesús realmente
es un profeta. Lo que ven les inclina a
pensar lo opuesto. Critican a los discípulos
de Jesús por no lavar sus manos antes de comer como la costumbre de los
ancianos. En su modo de ver el hecho que
Jesús lo permite le descalifica de ser considerado como mensajero de Dios. Vemos
una actitud semejante hoy en día cuando la gente piense mal de los pobres por
no seguir las modales de los ricos.
Puede ser su preferencia por los cantos carismáticos o su modo de llegar
a la misa unos minutos tardes.
Sí
deberíamos llegar a la misa temprano para prepararnos a encontrar al
Señor. Sin embargo, es más importante
que lleguemos con el corazón abierto al encontrar al Señor en las lecturas, la
Santa Comunión, y la gente congregada.
Si consideramos la palabra de Dios como “la misma cosa vieja”, la Santa
Comunión como rito no más significativo que rezar con manos unidas, y la gente
presente como menos valiosa que nosotros mismos, estamos perdiendo mucha de la
eficacia de la misa.
En el
evangelio Jesús critica por nombre los pecados banales: “las intenciones males,
las fornicaciones, los robos”. Se
consideran estos comúnmente como vicios de los pobres, pero de ninguna manera
son limitados a ellos. También Jesús condena
“las codicias, las injusticias, y los fraudes”: pecados que pueden ser
atribuidos a los pudientes, pero se encuentran en varias clases de gentes. Desde que este lunes es el Día del Trabajo
(en los Estados Unidos), nos oportuna reflexionar un poco más en estos pecados.
Se ha
caracterizado nuestra época como la edad del individualismo. Muchos hoy en día piensan en su propio bien
de modo que casi excluyan los intereses de los demás. Trabajadores sienten poca renuencia para
avanzar de empleo a empleo con el solo criterio de recibir más pago. Más lamentable es el modo que los dueños despachan
a los trabajadores por motivos ligeros. No
les importa que los trabajadores necesiten sus empleos para cumplir sus responsabilidades. A menudo la Iglesia es un empleador tan
imperioso. Un obispo nuevo o un párroco
nuevo liberan a sus trabajadores sin una evaluación honesta de sus aportes. Sí
a veces será necesario despedir a un empleado por razón de seguir en
operación. Sin embargo, hay que
considerar sus necesidades tanto como su aporte al bien de la compañía.
En la
primera lectura Moisés exhorta al pueblo que sean unidos en la práctica de la
Ley. Dice que si observan la Ley serán
una nación grande. Como Jesús hace claro,
la observancia consiste en convertir el corazón y no en practicar buenos
modales. Hoy en día esta conversión
significa que los dueños y los trabajadores vean a uno y otro como hijos e
hijas del mismo Dios. Los trabajadores
tienen que aplicarse por el bien de la compañía. Entretanto los dueños deben proveer la
seguridad de empleo para que los trabajadores puedan apoyar a sus
familias. De esta manera los dos sectores se considerarán,
como dice la lectura, “sabio(s) y prudente(s)”.