LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
(Proverbios
8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)
Hace
cuarenta y dos años un incendio devastó parte de un dormitorio universitario. Las llamas tomaron las vidas de siete
alumnas. Naturalmente los padres de las
muchachas quedaban angustiados. En la
vigilia antes del entierro el capellán de la universidad les trató de aliviar el
dolor. Les dijo que Dios conoce su angustia
porque sufrió la pérdida violenta de su propio hijo. Sus palabras les ayudaron sentir la compasión
del Creador. En la celebración hoy de la
Santísima Trinidad podemos reflexionar sobre el amor de Dios y cómo nos lo ha compartido.
Trágicamente
más que uno por tres de los niños en los Estados Unidos están criados sin los
dos padres en la casa. Particularmente los
hombres a menudo quedan ausentes como si no les importaran sus hijos. En algunos casos sí actúan como el Dios de
sus imaginaciones – creador de todo pero no rindiendo cuentas a nadie,
orgullosos de haber procreado a sus hijos pero esquivos de su cuidado. Por supuesto, este modo de pensar es
equivocado. El Dios verdadero no existe
solo sino como una comunión de amor – el Padre, el Hijo, y el Espíritu
Santo.
Se
necesitan los dos – el padre y la madre – para entender el amor de Dios. La madre está presente desde la concepción de
la creatura. La alimenta y muchas veces
es la primera para acariciarla cuando llora. Su presencia constante le asegura
del amor de Dios dondequiera que vaya.
Sin embargo, este amor que todo lo abraza no es suficiente para hacer al
niño persona de la virtud. Hace falta el
amor de su padre para transcender los límites del yo.
En
contraste a la madre, el padre parece retirado al principio. Pero la distancia inicial sirve para abrir el
camino del bueno verdadero. Por llenarla
con su presencia el padre enseña al niño cómo buscar lo bueno y evitar lo
malo. Lo aprueba cuando actúe con la
justicia y lo corrige cuando falle en sus deberes. Similarmente Dios nos parezca como
lejos. Pero no es ni indiferente ni
aparte de nosotros. Más bien Él queda
invisible para asegurarnos la libertad para escogerlo o rechazarlo. Como el padre del hijo prodigo, siempre nos
espera con brazos abiertos.
Por
supuesto, estas descripciones son sólo tendencias. En la realidad el amor de la madre y el amor
del padre entrelazan y complementan uno a otro.
A veces es el amor del padre que el hijo siente como prevalente en el
principio y el amor de la madre que le guía a la madurez.
El amor
de Dios abarca y supera el amor de ambos padres. Podemos describir el amor divino como
característico de las tres personas que constituyen la deidad. Pero tenemos que tener en cuenta que las
tres personas siempre funcionan en conjunto.
No hay nada que haga el Padre que no hacen el Hijo y el Espíritu con la
única excepción que sólo el Hijo tomó la naturaleza humana. No obstante, se puede atribuir a cada uno diferentes
obras como indicadas en la Escritura.
Decimos
que por el Padre tenemos la vida. Como
indica la primera lectura, Dios creó todo con la sabiduría. Igualmente decimos que por el Hijo sabemos la
voluntad de Dios. Como relata la segunda
lectura, por Jesucristo tenemos “la esperanza de participar en la gloria de
Dios.” Y por el Espíritu Santo somos
habilitados a vivir en la imagen de Dios de modo completo. No sólo podemos pensar y escoger sino también
podemos amar de modo abnegado. Como continua la lectura, “Dios ha infundido su
amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo”
Hoy
también es el día en que honramos a nuestros padres terrenales. Aun si no fueron participantes en nuestra
creación, los agradecemos por habernos enseñado las virtudes humanas. Quedamos particularmente endeudados a ellos
por una cosa más grande aún. Nos han
ayudado apreciar el gran amor de Dios para nosotros.
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