El domingo, 16 de junio de 2019


LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

(Proverbios 8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)


Hace cuarenta y dos años un incendio devastó parte de un dormitorio universitario.  Las llamas tomaron las vidas de siete alumnas.  Naturalmente los padres de las muchachas quedaban angustiados.  En la vigilia antes del entierro el capellán de la universidad les trató de aliviar el dolor.  Les dijo que Dios conoce su angustia porque sufrió la pérdida violenta de su propio hijo.  Sus palabras les ayudaron sentir la compasión del Creador.  En la celebración hoy de la Santísima Trinidad podemos reflexionar sobre el amor de Dios y cómo nos lo ha compartido.

Trágicamente más que uno por tres de los niños en los Estados Unidos están criados sin los dos padres en la casa.  Particularmente los hombres a menudo quedan ausentes como si no les importaran sus hijos.  En algunos casos sí actúan como el Dios de sus imaginaciones – creador de todo pero no rindiendo cuentas a nadie, orgullosos de haber procreado a sus hijos pero esquivos de su cuidado.  Por supuesto, este modo de pensar es equivocado.  El Dios verdadero no existe solo sino como una comunión de amor – el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo.

Se necesitan los dos – el padre y la madre – para entender el amor de Dios.  La madre está presente desde la concepción de la creatura.  La alimenta y muchas veces es la primera para acariciarla cuando llora. Su presencia constante le asegura del amor de Dios dondequiera que vaya.  Sin embargo, este amor que todo lo abraza no es suficiente para hacer al niño persona de la virtud.  Hace falta el amor de su padre para transcender los límites del yo. 

En contraste a la madre, el padre parece retirado al principio.  Pero la distancia inicial sirve para abrir el camino del bueno verdadero.  Por llenarla con su presencia el padre enseña al niño cómo buscar lo bueno y evitar lo malo.  Lo aprueba cuando actúe con la justicia y lo corrige cuando falle en sus deberes.  Similarmente Dios nos parezca como lejos.  Pero no es ni indiferente ni aparte de nosotros.  Más bien Él queda invisible para asegurarnos la libertad para escogerlo o rechazarlo.  Como el padre del hijo prodigo, siempre nos espera con brazos abiertos. 

Por supuesto, estas descripciones son sólo tendencias.  En la realidad el amor de la madre y el amor del padre entrelazan y complementan uno a otro.  A veces es el amor del padre que el hijo siente como prevalente en el principio y el amor de la madre que le guía a la madurez.

El amor de Dios abarca y supera el amor de ambos padres.  Podemos describir el amor divino como característico de las tres personas que constituyen la deidad.   Pero tenemos que tener en cuenta que las tres personas siempre funcionan en conjunto.  No hay nada que haga el Padre que no hacen el Hijo y el Espíritu con la única excepción que sólo el Hijo tomó la naturaleza humana.  No obstante, se puede atribuir a cada uno diferentes obras como indicadas en la Escritura. 

Decimos que por el Padre tenemos la vida.  Como indica la primera lectura, Dios creó todo con la sabiduría.  Igualmente decimos que por el Hijo sabemos la voluntad de Dios.  Como relata la segunda lectura, por Jesucristo tenemos “la esperanza de participar en la gloria de Dios.”  Y por el Espíritu Santo somos habilitados a vivir en la imagen de Dios de modo completo.  No sólo podemos pensar y escoger sino también podemos amar de modo abnegado. Como continua la lectura, “Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo”

Hoy también es el día en que honramos a nuestros padres terrenales.  Aun si no fueron participantes en nuestra creación, los agradecemos por habernos enseñado las virtudes humanas.  Quedamos particularmente endeudados a ellos por una cosa más grande aún.  Nos han ayudado apreciar el gran amor de Dios para nosotros.  

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