DECIMOQUINTO DOMINGO ORDINARIO
(Deuteronomio
30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37)
Las
historias de Buenos Samaritanos nos tocan el corazón. Hacen tanto impacto que las recordemos por
mucho tiempo. Hace veinte años un
periódico reportó de un mecánico negro ayudando a un extranjero blanco pasando
por su ciudad. Se quebró el coche del hombre
blanco a las diez de la noche. Mientras
el hombre llamaba ayuda, una chica lo escuchó contando su problema. Ella le dijo que su papá, un mecánico,
pudiera ayudarle. Cuando llegó el padre
de la muchacha, vio el coche quebrado y dijo que el problema era una
correa desgastada. Lo llevó a remolque a su taller para
arreglarlo al próximo día. Pidió del
hombre sólo el costo del repuesto.
La
parábola del Bueno Samaritano nos interroga si tenemos un concepto
suficientemente amplio del prójimo. ¿Lo
consideramos sólo a la persona que vive en nuestra par? ¿Podemos incluir como prójimos a personas de
diferentes razas, religiones, y lenguajes?
Nos reta la parábola cuando queremos pasar por alto a una persona
postrada en la calle. Nos molesta la conciencia
cuando vemos a una persona en peligro pero no queremos enredarnos en los problemas
de los demás. Afortunadamente hoy en día
no tenemos que arriesgar nada para socorrer a tales personas. Sólo tenemos que marcar 9-1-1 en nuestro
celular.
La parábola
del Buen Samaritano no se ha entendido siempre como exigencia de ayudar al otro
en necesidad. Los Padres de la Iglesia
solían darle una interpretación simbólica.
San Agustín predicó que cada elemento de la historia podía ser entendido
como un aspecto de la historia de la salvación.
Para él, el que desciende de Jerusalén a Jericó es Adán, el primer
hombre y representante de todos. Los
ladrones son el diablo y los ángeles malos que roban al hombre de la
inmortalidad por persuadirle a pecar. El
sacerdote y el levita son la Ley y los profetas del Antiguo Testamento. Ellos no podían ayudar al herido reconquistar
la vida eterna. El samaritano es
Jesucristo que salva al hombre de la muerte eterno. Jesús encomienda a los hombres a la Iglesia,
el mesón, hasta que vuelva con la resurrección de la muerte al final de los
tiempos.
Cuando
escuchemos interpretaciones simbólicas, queremos saber si tienen razón. ¿Por la parábola del Buen Samaritano Jesús
realmente quiere enseñar sobre la salvación del hombre del pecado? Seguramente, no. Por el contexto de la historia se puede decir
que la parábola tiene otro objetivo. No
estamos diciendo que la interpretación es falsa. Meramente queremos decir que no conforma a la
intención de Jesús en esa situación.
El doctor
de la ley quiere “poner (a Jesús) a prueba”.
En otras palabras quiere descreditar a Jesús. Le pregunta sobre lo que debe hacer para
conseguir la vida eterna. Pero Jesús no
cae en su trampa. En lugar de contestar
directamente la pregunta, tiene pregunta para el doctor sobre la ley. Entonces, viendo que Jesús ha ganado la
ventaja, el doctor de la ley trata de justificar su posición. Le pregunta a Jesús sobre el prójimo: ¿Es el
prójimo un vecino, un paisano, o tal vez otra persona judía? Jesús sorprende a todos con la parábola. El prójimo no tiene nada que ver con la cercanía
sino con la compasión. Según Jesús el
prójimo es el que tiene compasión a los demás.
Jesús
está retando a todos nosotros a ser prójimos a la persona que se encuentra en
necesidad. Como Moisés enseña en la
primera lectura, esta regla no es difícil entender. Pero no es siempre fácil llevarla a
cabo. Para hacer esto tenemos que pedir
la gracia del Señor. Le pedimos que nos
abra los ojos para ver al necesitado. Le
pedimos aún más que nos abra el corazón para socorrerlo.
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