TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO ORDINARIO
(Malaquías
3:19-20; II Tesalonicenses 3:7-12; Lucas 21:5-19)
Los
parisinos lamentan el incendio en la catedral de Notre Dame este abril
pasado. Las llamas hicieron daño masivo
a diferentes partes de la estructura.
Sin embargo, su lamento fue pequeño comparado con la congoja de los judíos
con la destrucción del templo. En el
medio del primer siglo el ejército romano vino en toda fuerza para sofocar una
rebelión judía. En el proceso desmontó
el gran templo del rey Herodes. Hasta el
día hoy los judíos han tenido luto por la pérdida. Era el único lugar en que podían ofrecer
sacrificios para pedir a Dios perdón y agradecerle la bondad. En el evangelio hoy Jesús advierte a la gente
de la destrucción que iba a venir.
Además instruye a sus discípulos cómo prepararse para el fin del mundo.
Podemos
pensar en el templo como las cosas que dan valor a nuestras vidas. Para nosotros el templo es como nuestra
familia, nuestra ocupación o nuestra salud.
Sin alguna de estas cosas nos sentiríamos empobrecidos, tal vez
perdidos. Es posible que no quisiéramos
seguir viviendo. Cuando muere una pareja
después de cincuenta años de matrimonio, el otro a menudo se siente
desolado. No ve cómo va a seguir
adelante en la vida. Los dos eran uno,
tan cercanos como gemelos juntados en la cadera. Ya queda la mitad como si fuera teniendo una
hemorragia.
¿Qué
podemos hacer para mantener la cordura en tales circunstancias? Jesús responde a este interrogante en la
lectura. Asegura a sus discípulos que
van a experimentar pruebas. Tiene en
mente las persecuciones, pero se puede aplicar sus palabras a la muerte de un
ser querido. Dice que hemos de “dar
testimonio de (él)”. No hay ninguna
verdad de Jesús que vale nuestro testimonio más que lo siguiente: Jesús murió y
se resucitó por amor de los seres humanos.
Por eso, damos testimonio de Jesús por seguir amando a pesar de las
contrariedades de la vida.
La
experiencia amarga de la muerte puede causar nuestro corazón a secarse. Entonces no queremos amar más. No queremos incomodarnos
para ayudar a una persona en necesidad. Mucho
menos queremos perdonar al familiar que
nos ha ofendido. Sólo queremos proteger
lo que tenemos para que no perdamos nada más.
Pero hacer obras del amor por los demás nos ayudaría en modos más allá
que mantener la cordura. Nos movería más
cerca de la persona que hemos perdido.
Pues Jesús ha prometido la misma gloria que él tiene a aquellos que lo
siguen.
En
la primera lectura el profeta Malaquías habla del “día del Señor”. No está pensando en el día domingo sino en el
final de los tiempos. Diferente de otros
profetas Malaquías no lo ve como un día de terror para todos. Según él sólo los malvados tienen que
preocuparse. Aquellos que aman en
acuerdo con la voluntad de Dios pueden anticipar el día con gozo. Ellos serán recompensados por sus obras del
amor.
Por
supuesto el amor tiene que ser más que palabras.
San Pablo en la segunda lectura regaña a los ociosos que hablan del amor
pero no hacen nada. Dice que todos
tienen que trabajar para el bien común.
Meramente porque el mundo puede terminar mañana no debe ser pretexto
para desistir practicar el amor diariamente.
Al contrario, porque puede
terminar pronto tenemos que aplicarnos a la tarea del amor ahora. Queremos crear una sociedad que se acogerá a
Jesús cuando regrese.
En
las partes norteñas estos días se siente la muerte. Las hojas caídas dejan los árboles sin signo
de la vida. El aire frío, a menudo
mojado, nos da escalofríos. El año está
casi para terminar. Sí estas cosas nos
recuerdan de la muerte que va a llevarse a todos. Pero la muerte no marca la desolación para
aquellos que creen en Jesucristo como Señor.
Siguiéndolo por obras del amor vamos a resucitarnos en la gloria.
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