EL SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO
(Levítico 19:1-2.17-18; I Corintios
3:16-23; Mateo 5:38-48)
Se
considera Abraham Lincoln el presidente estadounidense más cumplido. Guió la nación por la gravosísima crisis de
la guerra civil. Más impresionante aún
lo hizo con un sentido de compasión para sus enemigos. En los últimos días de la guerra pidió una paz
“con la malacia para ninguno y con la caridad para todos”. No iba a exigir tributo de los
derrotados. Más bien quería ayudarles
recuperar sus fuerzas. Su planteamiento
abarcó el mandamiento de Jesús en el evangelio hoy que amemos nuestros enemigos
Para
implementar esto hemos de superar el impulso a odiar nuestros enemigos. Cuando sentimos ofendidos, queremos repagar
la injuria con aún más vehemencia. Por
eso las pandillas siguen matando al uno y el otro. Pero Jesús quiere que sus seguidores se comporten
en manera opuesta. En lugar de maldecir
a los enemigos, quiere que recemos por ellos.
Su lógica es clara pero sólo con dificultad se puede poner su
mandamiento en práctica. No obstante
Jesús dice que para comprobarnos como hijos de nuestro Padre Dios, tenemos que
actuar como Él. Desde que Dios ama a todos proveyendo lluvia y sol tanto a los
malos como a los buenos, deberíamos imitar su bondad.
En la
primera lectura Dios no describe a sí mismo ni como bondadoso ni como
perfecto. Dice: “’yo soy santo’”. Podemos preguntar si Jesús está cambiando el
atributo más ilustre de Dios Padre de ser santo a ser amador. Pero cuando averiguamos la cosa, descubrimos
que por su santidad Dios ama al pueblo.
Por decir que Dios es santo, significamos que Él es más allá el alcance
de la persona humana. No obstante, Dios
entró en una relación con los hombres.
Formó la alianza por la cual Israel prometió guardar su ley y Él
protegería al pueblo. Nunca en la
historia se había oído de tal cercanía entre dioses y hombres. Aquí tenemos la clave para contestar nuestra
pregunta. Pensábamos en la
transcendencia en términos del espacio, pero en realidad tiene que ver con la
cualidad de la persona. Dios es
transcendente en el sentido que es infinitivamente mejor que cualquier
otro. Nosotros nos hacemos perfectos
como Dios cuando imitamos su amor.
Parece
bien, pero ¿cómo vamos a asimilar el amor de Dios? En la segunda lectura san Pablo recuerda a
los corintios que son el templo del Espíritu Santo. También somos nosotros su templo. Este Espíritu nos capacita a amar aun los
enemigos. Una vez me dijo una mujer cómo
su suegra le trataba muy mal. Entonces
la vieja se puso enferma y era la mujer maltratada que la cuidaba. Se puede hacer este género de bondad con la
gracia del Espíritu Santo.
Este
miércoles entramos en la temporada de cuaresma.
Deberíamos aprovecharse de estos cuarenta días para asimilar el amor de
Dios. Queremos ayunar un poco, rezar un
poco de más, y hacer esfuerzos ayudar a los menos afortunados. Querría sugerir un ejercicio para aumentar
nuestro amor a nuestros enemigos. Que
pensemos en una persona que nos ha hecho mal.
Puede ser la suegra o tal vez una maestra de escuela que no nos trataba
justamente. Recemos por esa persona cada
día de la cuaresma. No rezaremos que
toque la lotería sino que venga a conocer la gracia de Dios. Será un ejercicio
provechoso tanto por nosotros como por la otra persona.
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