El domingo, 23 de febrero de 2020


EL SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO

(Levítico 19:1-2.17-18; I Corintios 3:16-23; Mateo 5:38-48)

Se considera Abraham Lincoln el presidente estadounidense más cumplido.  Guió la nación por la gravosísima crisis de la guerra civil.  Más impresionante aún lo hizo con un sentido de compasión para sus enemigos.  En los últimos días de la guerra pidió una paz “con la malacia para ninguno y con la caridad para todos”.  No iba a exigir tributo de los derrotados.  Más bien quería ayudarles recuperar sus fuerzas.  Su planteamiento abarcó el mandamiento de Jesús en el evangelio hoy que amemos nuestros enemigos

Para implementar esto hemos de superar el impulso a odiar nuestros enemigos.  Cuando sentimos ofendidos, queremos repagar la injuria con aún más vehemencia.  Por eso las pandillas siguen matando al uno y el otro.  Pero Jesús quiere que sus seguidores se comporten en manera opuesta.  En lugar de maldecir a los enemigos, quiere que recemos por ellos.  Su lógica es clara pero sólo con dificultad se puede poner su mandamiento en práctica.  No obstante Jesús dice que para comprobarnos como hijos de nuestro Padre Dios, tenemos que actuar como Él. Desde que Dios ama a todos proveyendo lluvia y sol tanto a los malos como a los buenos, deberíamos imitar su bondad. 

En la primera lectura Dios no describe a sí mismo ni como bondadoso ni como perfecto.  Dice: “’yo soy santo’”.  Podemos preguntar si Jesús está cambiando el atributo más ilustre de Dios Padre de ser santo a ser amador.  Pero cuando averiguamos la cosa, descubrimos que por su santidad Dios ama al pueblo.  Por decir que Dios es santo, significamos que Él es más allá el alcance de la persona humana.  No obstante, Dios entró en una relación con los hombres.  Formó la alianza por la cual Israel prometió guardar su ley y Él protegería al pueblo.  Nunca en la historia se había oído de tal cercanía entre dioses y hombres.  Aquí tenemos la clave para contestar nuestra pregunta.  Pensábamos en la transcendencia en términos del espacio, pero en realidad tiene que ver con la cualidad de la persona.  Dios es transcendente en el sentido que es infinitivamente mejor que cualquier otro.  Nosotros nos hacemos perfectos como Dios cuando imitamos su amor.

Parece bien, pero ¿cómo vamos a asimilar el amor de Dios?  En la segunda lectura san Pablo recuerda a los corintios que son el templo del Espíritu Santo.  También somos nosotros su templo.  Este Espíritu nos capacita a amar aun los enemigos.  Una vez me dijo una mujer cómo su suegra le trataba muy mal.  Entonces la vieja se puso enferma y era la mujer maltratada que la cuidaba.  Se puede hacer este género de bondad con la gracia del Espíritu Santo.

Este miércoles entramos en la temporada de cuaresma.  Deberíamos aprovecharse de estos cuarenta días para asimilar el amor de Dios.  Queremos ayunar un poco, rezar un poco de más, y hacer esfuerzos ayudar a los menos afortunados.  Querría sugerir un ejercicio para aumentar nuestro amor a nuestros enemigos.  Que pensemos en una persona que nos ha hecho mal.  Puede ser la suegra o tal vez una maestra de escuela que no nos trataba justamente.  Recemos por esa persona cada día de la cuaresma.  No rezaremos que toque la lotería sino que venga a conocer la gracia de Dios. Será un ejercicio provechoso tanto por nosotros como por la otra persona.

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