El domingo, 2 de noviembre de 2025

 

Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos 
(Sabiduría 3:1-9; Romanos 5:5-11; Juan 6:37-40)

Ahora, en noviembre, los vientos fríos han comenzado a soplar, al menos en las tierras norteñas. Los días oscurecen temprano y los árboles han perdido sus hojas. La muerte está en el aire, y algunos de nosotros la sentimos en los huesos.
Al llegar a los setenta u ochenta años, ya no tenemos la misma energía de antes. No podemos trabajar todo el día ni divertirnos hasta muy noche. Muchos conocidos de tiempos pasados —parientes, maestros, compañeros— se han marchado de este mundo. Además, el mundo contemporáneo, con sus miles de novedades, nos deja desorientados, como si despertáramos una mañana en un país extranjero.

Es tiempo de prepararnos para la muerte. La muerte nos lleva de la vida como un camión que recoge los muebles cuando nos mudamos. Es un acto pasivo que podemos resistir por un tiempo, pero al final a que debemos rendirnos. Sin embargo, la muerte puede ser también un acto positivo. No hablamos aquí del suicidio, que no es más que una aceleración de lo pasivo. Pensamos, más bien, en aprovechar la muerte como una oportunidad de encontrarnos con Cristo. En la Carta a los Filipenses, san Pablo escribe: “Para mí, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). El apóstol espera su muerte como la novia que se prepara para ser recogida por su amado. Nuestra meta es vivir con el Señor para siempre. El evangelio de hoy nos indica el camino: Jesús dice que quienes lo vean y crean que Él es el Señor, el Hijo de Dios, tendrán vida eterna.

Existen fuerzas en nuestra sociedad que van en contra de nuestro deseo de ver la muerte como ganancia. Trivializan la muerte, como si representara únicamente el final de la vida, con poco valor en sí misma. Quienes la consideran así no esperan en Cristo como su Salvador eterno. Para ellas, la vida está limitada entre el nacimiento y la muerte, y su valor se mide solo por lo que sucede dentro de esos confines.

Uno de los factores que trivializan la muerte se ve en la forma en que hoy se celebra Halloween. Ya no es la víspera de Todos los Santos, el día en que se permiten las almas inquietas a vagar por el mundo para buscar consuelo. Ahora el día está saturado con imágenes de muerte violenta para asustar a los ingenuos, hasta que, como ocurre con Santa Claus en Navidad, ya nadie les presta fe.
El suicidio asistido también oscurece el significado de la muerte como umbral hacia el encuentro con el Señor. Quienes optan por este modo de morir ven la vida como digna solo mientras produce recompensas terrenales. No entienden que existe una dimensión transhistórica en la vida humana que requiere como la entrada el sacrificio del yo para hacer la voluntad de Dios.
Finalmente, vemos la trivialización de la muerte en las “celebraciones de la vida” que muchos prefieren hoy en día en lugar de un funeral. Estos eventos a menudo olvidan los pecados del fallecido y hacen poca referencia a sus virtudes. Con frecuencia se enfocan en las incongruencias de su vida para entretener a los presentes.

Nuestra tradición católica es, con razón, más solemne. Llevamos el cuerpo a la iglesia acompañado de su familia y amigos. Buscamos consolarnos unos a otros por la pérdida del ser querido. Nuestra presencia reconoce los logros del difunto mientras damos gracias a Dios por sus virtudes. No menos importante, rezamos para que sus vicios sean purificados, a fin de que pueda entrar en la presencia del Señor.

Hoy, en el Día de Todos los Fieles Difuntos, tenemos otra oportunidad para orar por los muertos. Pedimos a Dios no solo por nuestros seres queridos fallecidos, sino también por los sinnúmeros difuntos anónimos. Queremos que el Señor perdone sus pecados y purifique sus faltas. A cambio, podemos esperar que otros en algún momento y lugar del futuro oren por nosotros.

 


El domingo, 26 de octubre de 2025

 

XXX DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico 35:12-14, 16-18; II Timoteo 4:6-8, 16-18; Lucas 18:9-14)

Las parábolas del Evangelio según san Lucas son como las baladas en la radio: a menudo  transmiten la sabiduría de una manera atractiva. En el evangelio de hoy, Jesús nos ofrece otra parábola fascinante. Esta vez nos enseña cómo orar mediante la historia del fariseo y el publicano que rezan en el Templo. Ambos vivieron en circunstancias distintas a las nuestras. Sin embargo, al vernos reflejados en los dos, podemos aprovechar abundantemente la lección.

Aunque los fariseos parecen villanos en los cuatro evangelios, ellos salvaron al judaísmo de la extinción. Después del derrumbe del Templo, los fariseos reorganizaron la religión en torno a la Ley de Moisés. Para asegurar su cumplimiento, desarrollaron costumbres conocidas como la ley oral. Jesús se opuso a esta nueva ley por estar demasiado preocupada con los detalles. Dijo que, al procurar cumplirla, los fariseos a menudo se olvidaban de la primacía de la compasión. Los acusó de agobiar a los pobres con prácticas innecesarias.

Jesús tuvo algunos fariseos como amigos, pero, en general, los consideró arrogantes y despiadados. Por eso, pone a un fariseo como ejemplo de la manera incorrecta de orar en el evangelio de hoy. Lo caracteriza con los vicios que afectan a muchos reformadores: pensar en sí mismo como mejor que los demás; tener prejuicios contra otros tipos de personas; carecer de humildad ante Dios; y preocuparse por dejar una buena impresión.

Aunque no nos gustan las actitudes de los fariseos, no es raro que nos comportemos de manera semejante. Por supuesto, como ellos, practicamos regularmente nuestra religión —y eso no es malo—. Sin embargo, también como ellos solemos justificar nuestras faltas. Además, estamos inclinados a considerarnos mejores que la mayoría de la gente, y casi tan buenos como los verdaderamente santos. Somos lentos para reconocer nuestras propias faltas, pero rápidos para notar las de los demás. Queremos que se nos reconozca como inteligentes, atractivos, trabajadores y generosos, aunque no siempre lo seamos. Por eso, no nos abstenemos de fingir esas cualidades.

Los publicanos recaudaban impuestos en nombre del Imperio romano. En su mayoría eran romanos, pero se permitía que algunos judíos ocuparan ese oficio. Por colaborar con los opresores, los publicanos judíos provocaban el resentimiento del pueblo. Su trabajo les daba la oportunidad de extorsionar a la gente, lo que generaba aún más rencor.

Jesús pasó bastante tiempo con los publicanos en su esfuerzo por proclamar la misericordia de Dios. Es posible que los encontrara más dispuestos a arrepentirse que a otros. Al menos, Zaqueo —el jefe de los publicanos— demostró buena voluntad de arrepentirse cuando se encontró con Jesús en el evangelio que habríamos leído el próximo domingo si no fuera por el Día de Todos los Fieles Difuntos.

Como los publicanos, nosotros también estamos inclinados a la avaricia. Incluso es posible que participemos en pequeños engaños para ganar más dinero. Sin embargo, también como el publicano de la parábola, golpeamos nuestro pecho durante la misa y pedimos perdón al Señor en el Sacramento de la Reconciliación.

Pero pedir perdón no basta para ser justificado. Los pecadores deben reformar sus vidas. En el caso del publicano de esta parábola, se da por sentado que hizo los cambios requeridos. En la historia de Zaqueo, el jefe de los publicanos promete dar la mitad de sus bienes a los pobres antes de que Jesús lo declare salvado.

En un domingo este pasado verano, aprendimos de Jesús que debemos servir a los demás como el Buen Samaritano. Luego, el domingo siguiente, nos enseñó que es mejor escucharlo como María que servirlo como Marta. Jesús no se contradijo, sino que nos invitó a discernir bien los momentos para escucharlo y los momentos para servirlo. De modo semejante, los evangelios del domingo pasado y del de hoy están coordinados. Recordamos cómo nos instruyó el domingo pasado a orar persistentemente con la parábola de la viuda y el juez corrupto. Hoy nos explica que la oración constante no basta si no está acompañada por la humildad ante Dios.

Aunque somos arrogantes como el fariseo y avariciosos como el publicano, no estamos perdidos. Por la humildad del arrepentimiento y la oración del corazón contrito, Jesucristo nos justificará. Sin arrepentimiento, la oración es presunción; con arrepentimiento, la oración nos gana la salvación.

El domingo, 19 de octubre de 2025

 

XXIX DOMINGO ORDINARIO
(Éxodo 17:8-13; II Timoteo 3:14–4:2; Lucas 18:1-8)

Reflexionando en las lecturas de hoy, deberíamos llegar a una espiritualidad más rica y profunda. Nos invitan a cambiar nuestra manera de pensar acerca de Dios y, más importante aún, de relacionarnos con Él. Antes de examinar las lecturas, conviene eliminar una idea equivocada sobre Dios.

Jesús mismo nos enseñó a pensar en Dios como nuestro “Padre del cielo”. Pero este Padre no necesita de nuestro agradecimiento ni de nuestro amor como lo necesitan nuestros padres terrenales. Como ser espiritual, Dios no tiene emociones humanas. Su amor no es del tipo que busque afecto, porque es completo en sí mismo. Nos permite y nos exhorta a amarlo, no por su beneficio, sino por el nuestro. Cuando lo amamos hasta el punto de no ofenderlo, crecemos como seres humanos, con la felicidad perfecta como nuestro destino final.

En el libro del Éxodo, cuando Dios le reveló a Moisés su nombre, nos mostró lo que Él es en sí mismo. Dijo: “Soy el que soy”. Estas palabras pueden parecernos misteriosas, pero indican que Dios ha existido desde siempre y que siempre existirá. Él es la fuente de toda existencia, el que creó todo lo que existe a partir de su propio ser. Cuando se hizo hombre en Jesucristo, nos mostró sin lugar a duda que no solo es el Creador de todos los seres humanos, sino también su protector amoroso. Además, dio la tierra a los hombres y mujeres para ayudarles a conocerlo y amarlo.

Veamos ahora la primera lectura, también del libro del Éxodo. Los israelitas están siendo atacados por los amalecitas. Es una agresión injusta, ya que los israelitas no hicieron nada para provocar la guerra. Moisés no tarda en pedir la ayuda del Señor para derrotar al enemigo. La recibe mientras mantiene los brazos levantados en actitud de oración. Pero cuando los baja, los amalecitas comienzan a prevalecer. No es que Dios sea caprichoso al insistir en que le recemos para obtener su ayuda. Más bien, desea que lo busquemos constantemente, para que permanezcamos siempre fieles a Él. Así como los amalecitas están destinados a perecer por su injusticia, los israelitas permanecerán en existencia por su cercanía al Señor.

La parábola de Jesús en el evangelio parece tan provocativa como la que escuchamos hace unas semanas. Recordamos cómo Jesús alabó al administrador injusto por su astucia al pensar en el futuro. En la parábola de hoy, Jesús compara a un juez injusto con Dios. Por supuesto, no pretende decir que Dios sea injusto. Más bien, quiere enseñarnos que debemos comportarnos como la viuda, que no cesa de pedir justicia al juez. Es decir, debemos orar a Dios sin descanso para obtener nuestras necesidades. Una vez más, las Escrituras nos muestran que hacemos bien cuando no nos alejamos del Señor, sino cuando nos entregamos a Él.

Ciertamente san Pablo estaría de acuerdo con la necesidad de ser persistentes en la oración. En la segunda lectura, de la Segunda Carta a Timoteo, el apóstol exhorta a su discípulo a mantenerse firme en lo que ha aprendido y creído. Además, confirma el valor de la Sagrada Escritura como fuente de vida justa.

No debemos terminar esta reflexión sin comentar la pregunta enigmática de Jesús al final del evangelio: “’… cuando venga el Hijo del hombre, ¿creen ustedes que encontrará fe sobre la tierra?’”. Con el alejamiento de tantos de la comunidad de fe, la pregunta resulta particularmente contundente. ¿Serán fieles los hombres cuando regrese Jesús, o se habrán perdido por olvidar a su proveedor? Las lecturas de hoy claramente nos invitan a orar constantemente para que Jesús encuentre fe cuando vuelva. Pero esto no exige solo esfuerzo de nuestra parte. Más aún, nos asegura que Dios, en su amor, siempre nos estará buscando. Como el padre del hijo pródigo, que mira el horizonte cada día esperando una señal del extraviado, Dios nos llama continuamente a volver a Él.

El domingo, 12 de octubre de 2025

 

XXVIII DOMINGO ORDINARIO
(II Reyes 5:14-17; II Timoteo 2:8-13; Lucas 17:11-19)

Muchos estadounidenses reconocen el evangelio de hoy porque se lee en la misa del Día de Acción de Gracias. Muestra el deseo natural del corazón de dar gracias a quienes nos han hecho el bien. También indica la expectativa de Dios de que su pueblo le exprese gratitud. Examinemos, entonces, la gratitud que nos facilita el agradecimiento hacia nuestros bienhechores. Luego veremos en las lecturas algunos ejemplos de esta virtud.

La gratitud es tanto una emoción como una virtud. La sentimos especialmente cuando alguien nos ayuda por buena voluntad y no por obligación. Todos tenemos nuestra propia historia de haber sido asistidos por otra persona que ni siquiera nos conocía. Un hombre contaba que se encontraba en una ciudad lejos de su casa cuando su carro se descompuso la noche anterior al Día de Acción de Gracias. Por casualidad, conoció a un mecánico afroamericano. El mecánico abrió su taller a la mañana siguiente para reparar el carro del extranjero y solo le cobró el costo de las piezas.

Al igual que el amor, la gratitud es también una virtud. Es una manera de vivir formada por nuestra elección de ser agradecidos y por la práctica constante. Se considera el fundamento de la vida moral porque reconoce un mundo de gracia. En un acto de fe intuimos que Dios nos ha regalado la vida y todo lo que tenemos. Cuando decidimos responder a nuestro proveedor con palabras y acciones de agradecimiento, comenzamos a practicar la gratitud. Repitiendo esta respuesta positiva cada vez que se nos hace un bien, desarrollamos la virtud. Así nos convertimos en personas amables, bondadosas y amorosas.

Es posible, sin embargo, rechazar la bondad de los demás. Hay personas que piensan que todo lo que tienen lo han conseguido únicamente por su propio esfuerzo. Según ellos, si alguna vez han recibido algo de otras personas, fue porque éstas estaban obligadas a dárselo. En un episodio de Los Simpson, a Bart le toca dar la bendición antes de la comida. El muchacho dice algo como: “Oh Dios, gracias por nada; nosotros pagamos por todo lo que está en la mesa”. Podemos reírnos, porque nos damos cuenta de lo absurdas que son sus palabras.

El agradecimiento no siempre surge naturalmente. Algunos sufren tanto en la vida que su dolor oscurece la gratitud. ¿Cómo pueden aceptar a Dios como bondadoso los enfermos de Huntington, una enfermedad que ataca el cerebro y deja a la víctima completamente incapacitada en poco tiempo? ¿Y cómo pueden decir “gracias” a Dios los familiares de una niña asesinada en un acto aleatorio de violencia? Particularmente para ellos, la gratitud es una decisión consciente que reconoce la afirmación de San Pablo en la Carta a los Romanos: “Sabemos, además, que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman”.

La memoria también alimenta la gratitud. A veces, después de años, recordamos la bondad con que otras personas nos trataron. Nos duele que ya no estén presentes para poder agradecerles.

Con este preámbulo, examinemos las lecturas de la misa de hoy. En la primera, el general sirio reconoce que el Señor Dios lo ha curado de la lepra. También es instructivo que el profeta rehúse la oferta del general: evidentemente, Eliseo quiere dejar claro que Dios no actúa por una recompensa ni por obligación. En la segunda lectura, es el recuerdo de la muerte y resurrección de Cristo lo que mueve a San Pablo a responder con gratitud. A pesar de que sufre “hasta llevar cadenas”, puede dar gracias a Dios por conocer a Timoteo en Cristo. Finalmente, en el evangelio, el leproso samaritano regresa a Jesús para mostrarle su agradecimiento tan pronto como se da cuenta de que ha sido curado. Jesús espera que todos los curados actúen con la misma gratitud. No necesita su agradecimiento, pero éste indicaría que se han transformado en personas virtuosas. Entonces podría decirles, como le dice al samaritano: “Tu fe te ha salvado”.

Aun el mundo reconoce el valor del agradecimiento. Los canadienses celebran el Día de Acción de Gracias mañana, y los estadounidenses el próximo mes. Nosotros, los católicos, damos gracias a Dios cada vez que celebramos la Eucaristía. Que procuremos transformarnos, con la ayuda de la gracia, en personas profundamente agradecidas, capaces de reconocer cada acto de bondad que recibimos.