Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos
(Sabiduría 3:1-9; Romanos 5:5-11; Juan 6:37-40)
Ahora, en noviembre, los vientos fríos han
comenzado a soplar, al menos en las tierras norteñas. Los días oscurecen temprano
y los árboles han perdido sus hojas. La muerte está en el aire, y algunos de
nosotros la sentimos en los huesos.
Al llegar a los setenta u ochenta años, ya no tenemos la misma energía de
antes. No podemos trabajar todo el día ni divertirnos hasta muy noche. Muchos
conocidos de tiempos pasados —parientes, maestros, compañeros— se han marchado
de este mundo. Además, el mundo contemporáneo, con sus miles de novedades, nos
deja desorientados, como si despertáramos una mañana en un país extranjero.
Es tiempo de prepararnos para la muerte. La
muerte nos lleva de la vida como un camión que recoge los muebles cuando nos
mudamos. Es un acto pasivo que podemos resistir por un tiempo, pero al final a
que debemos rendirnos. Sin embargo, la muerte puede ser también un acto
positivo. No hablamos aquí del suicidio, que no es más que una aceleración de
lo pasivo. Pensamos, más bien, en aprovechar la muerte como una oportunidad de
encontrarnos con Cristo. En la Carta a los Filipenses, san Pablo escribe: “Para
mí, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). El apóstol espera
su muerte como la novia que se prepara para ser recogida por su amado. Nuestra
meta es vivir con el Señor para siempre. El evangelio de hoy nos indica el
camino: Jesús dice que quienes lo vean y crean que Él es el Señor, el Hijo de
Dios, tendrán vida eterna.
Existen fuerzas en nuestra sociedad que van
en contra de nuestro deseo de ver la muerte como ganancia. Trivializan la
muerte, como si representara únicamente el final de la vida, con poco valor en
sí misma. Quienes la consideran así no esperan en Cristo como su Salvador
eterno. Para ellas, la vida está limitada entre el nacimiento y la muerte, y su
valor se mide solo por lo que sucede dentro de esos confines.
Uno de los factores que trivializan la
muerte se ve en la forma en que hoy se celebra Halloween. Ya no es la víspera
de Todos los Santos, el día en que se permiten las almas inquietas a vagar por
el mundo para buscar consuelo. Ahora el día está saturado con imágenes de
muerte violenta para asustar a los ingenuos, hasta que, como ocurre con Santa
Claus en Navidad, ya nadie les presta fe.
El suicidio asistido también oscurece el significado de la muerte como umbral
hacia el encuentro con el Señor. Quienes optan por este modo de morir ven la
vida como digna solo mientras produce recompensas terrenales. No entienden que
existe una dimensión transhistórica en la vida humana que requiere como la
entrada el sacrificio del yo para hacer la voluntad de Dios.
Finalmente, vemos la trivialización de la muerte en las “celebraciones de la
vida” que muchos prefieren hoy en día en lugar de un funeral. Estos eventos a
menudo olvidan los pecados del fallecido y hacen poca referencia a sus
virtudes. Con frecuencia se enfocan en las incongruencias de su vida para
entretener a los presentes.
Nuestra tradición católica es, con razón,
más solemne. Llevamos el cuerpo a la iglesia acompañado de su familia y amigos.
Buscamos consolarnos unos a otros por la pérdida del ser querido. Nuestra
presencia reconoce los logros del difunto mientras damos gracias a Dios por sus
virtudes. No menos importante, rezamos para que sus vicios sean purificados, a
fin de que pueda entrar en la presencia del Señor.
Hoy, en el Día de Todos los Fieles
Difuntos, tenemos otra oportunidad para orar por los muertos. Pedimos a Dios no
solo por nuestros seres queridos fallecidos, sino también por los sinnúmeros difuntos
anónimos. Queremos que el Señor perdone sus pecados y purifique sus faltas. A
cambio, podemos esperar que otros en algún momento y lugar del futuro oren por
nosotros.
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