El domingo– 23 de noviembre de 2025

 

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo 
(II Samuel 5:1-3; Colosenses 1:12-20; Lucas 23:35-43)

Este año marca el centenario de la celebración de Cristo Rey como solemnidad universal. El papa Pío XI inauguró esta fiesta en 1925 con dos motivos: dar gracias por el fin de la Primera Guerra Mundial y reconocer la caída de cuatro monarquías europeas. La celebración nos enseña que los reyes y otros gobernantes tienen legitimidad en la medida en que su manejo de los asuntos públicos se conforme al Reino de Cristo. Recordamos aquí las palabras de santo Tomás Moro, canciller del rey y mártir inglés, cuando proclamó delante de la guillotina: “Soy un buen siervo del rey, pero primero de Dios”.

Para apreciar la solemnidad de Cristo Rey, conviene volver a los primeros capítulos del Génesis. Dios reinó sobre toda la creación que había hecho. Pero, al crear a los seres humanos, les dio dominio sobre la tierra y el mar. Les dijo: “… llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo y a todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra”. El hombre y la mujer vivieron en paz con Dios por un tiempo, pero no tardaron en caer bajo la influencia del pecado. Al intentar hacerse iguales a Dios, primero la mujer y luego el hombre comieron del fruto del Árbol de la ciencia del bien y del mal. Por este acto de desafío en efecto le cedieron al diablo —es decir, al pecado— su soberanía sobre el mundo. Desde entonces, ha sido el plan de Dios retomar el poder enviando a su Hijo. Cristo conquistará la maldad para restaurar la paz entre Dios y los hombres. Su victoria significará el restablecimiento del orden correcto: Jesús será soberano, y los seres humanos ejercerán su propia autoridad sobre la tierra. La historia de Cristo Rey es también la historia de la salvación.

Miremos las lecturas de hoy para entender mejor cómo Cristo es Rey. La primera describe la ceremonia de investidura de David como rey de todo Israel. Ya había sido ungido rey de Judá, su propia tribu, y ahora es reconocido también por las tribus del norte. Con el tiempo será considerado el rey más grande en la historia de la nación. No solo conquistará un territorio vasto -- desde Egipto hasta el río Éufrates -- sino también tendrá una relación estrecha con el Señor. Sin embargo, David no será el rey ideal. Caerá gravemente al tener relaciones íntimas con la esposa de otro hombre y al causar la muerte de ese hombre cuando el adulterio resultó en un embarazo. También realizará un censo del reino desafiando a Dios, y sus numerosas guerras culminarán en la muerte de multitudes. Por grande que sea, David no podrá guiar a la humanidad a conformarse plenamente con la voluntad de Dios.

Sin embargo, el descendiente de David —Jesús de Nazaret— perfeccionó el reinado de su antepasado. Nacido de su linaje, Jesús fue ungido, en sus propias palabras, “para llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor”. Además, cumplió estas metas sin derramar la sangre de otros. Su modo de actuar fue predicar, sanar y morir en la cruz como un sacrificio inocente. En el Evangelio de hoy es proclamado rey irónicamente por el letrero en la cruz y por los labios de las autoridades, los soldados y el ladrón no arrepentido. Pero también es reconocido como Rey por el “buen ladrón”, quien dice: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”.

La segunda lectura, de la Carta a los Colosenses, presenta en un amplio arco el logro de Jesucristo y su lugar en el orden del universo. Por el derramamiento de su sangre en la cruz, Cristo ha redimido a la humanidad de las tinieblas del pecado. Ahora vivimos en su luz y conocemos la paz con Dios Padre. Además, el sacrificio de Cristo sometió al mal y reconcilió todas las cosas con Dios. Por eso el Padre le dio la plenitud, incluso el reconocimiento de ser “Rey del Universo”. Como miembros de su cuerpo, nosotros participamos nuevamente en la administración de la tierra.

Llegamos al final del año litúrgico. Con el reconocimiento de Jesucristo como Rey del Universo, adquirimos un sentido del fin de los tiempos. Tenemos la confianza de que, si somos fieles a Él, las tinieblas del pecado no podrán dominarnos de nuevo. Al contrario, unidos a Cristo, reinaremos con Él para siempre.

 

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