Solemnidad
de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
(II Samuel 5:1-3; Colosenses 1:12-20; Lucas 23:35-43)
Este año
marca el centenario de la celebración de Cristo Rey como solemnidad universal.
El papa Pío XI inauguró esta fiesta en 1925 con dos motivos: dar gracias por el
fin de la Primera Guerra Mundial y reconocer la caída de cuatro monarquías
europeas. La celebración nos enseña que los reyes y otros gobernantes tienen
legitimidad en la medida en que su manejo de los asuntos públicos se conforme
al Reino de Cristo. Recordamos aquí las palabras de santo Tomás Moro, canciller
del rey y mártir inglés, cuando proclamó delante de la guillotina: “Soy un buen
siervo del rey, pero primero de Dios”.
Para
apreciar la solemnidad de Cristo Rey, conviene volver a los primeros capítulos
del Génesis. Dios reinó sobre toda la creación que había hecho. Pero, al crear
a los seres humanos, les dio dominio sobre la tierra y el mar. Les dijo: “…
llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar, a las aves del cielo
y a todos los seres vivientes que se mueven sobre la tierra”. El hombre y la
mujer vivieron en paz con Dios por un tiempo, pero no tardaron en caer bajo la
influencia del pecado. Al intentar hacerse iguales a Dios, primero la mujer y
luego el hombre comieron del fruto del Árbol de la ciencia del bien y del mal. Por
este acto de desafío en efecto le cedieron al diablo —es decir, al pecado— su soberanía
sobre el mundo. Desde entonces, ha sido el plan de Dios retomar el poder
enviando a su Hijo. Cristo conquistará la maldad para restaurar la paz entre
Dios y los hombres. Su victoria significará el restablecimiento del orden
correcto: Jesús será soberano, y los seres humanos ejercerán su propia
autoridad sobre la tierra. La historia de Cristo Rey es también la historia de
la salvación.
Miremos las
lecturas de hoy para entender mejor cómo Cristo es Rey. La primera describe la
ceremonia de investidura de David como rey de todo Israel. Ya había sido ungido
rey de Judá, su propia tribu, y ahora es reconocido también por las tribus del
norte. Con el tiempo será considerado el rey más grande en la historia de la
nación. No solo conquistará un territorio vasto -- desde Egipto hasta el río
Éufrates -- sino también tendrá una relación estrecha con el Señor. Sin
embargo, David no será el rey ideal. Caerá gravemente al tener relaciones
íntimas con la esposa de otro hombre y al causar la muerte de ese hombre cuando
el adulterio resultó en un embarazo. También realizará un censo del reino
desafiando a Dios, y sus numerosas guerras culminarán en la muerte de
multitudes. Por grande que sea, David no podrá guiar a la humanidad a
conformarse plenamente con la voluntad de Dios.
Sin
embargo, el descendiente de David —Jesús de Nazaret— perfeccionó el reinado de
su antepasado. Nacido de su linaje, Jesús fue ungido, en sus propias palabras,
“para llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la liberación a los
cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y
proclamar el año de gracia del Señor”. Además, cumplió estas metas sin derramar
la sangre de otros. Su modo de actuar fue predicar, sanar y morir en la cruz
como un sacrificio inocente. En el Evangelio de hoy es proclamado rey
irónicamente por el letrero en la cruz y por los labios de las autoridades, los
soldados y el ladrón no arrepentido. Pero también es reconocido como Rey por el
“buen ladrón”, quien dice: “Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”.
La segunda
lectura, de la Carta a los Colosenses, presenta en un amplio arco el logro de
Jesucristo y su lugar en el orden del universo. Por el derramamiento de su
sangre en la cruz, Cristo ha redimido a la humanidad de las tinieblas del
pecado. Ahora vivimos en su luz y conocemos la paz con Dios Padre. Además, el
sacrificio de Cristo sometió al mal y reconcilió todas las cosas con Dios. Por
eso el Padre le dio la plenitud, incluso el reconocimiento de ser “Rey del
Universo”. Como miembros de su cuerpo, nosotros participamos nuevamente en la
administración de la tierra.
Llegamos al
final del año litúrgico. Con el reconocimiento de Jesucristo como Rey del
Universo, adquirimos un sentido del fin de los tiempos. Tenemos la confianza de
que, si somos fieles a Él, las tinieblas del pecado no podrán dominarnos de
nuevo. Al contrario, unidos a Cristo, reinaremos con Él para siempre.
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