XXI DOMINGO ORDINARIO – C10 – 22 de agosto de 2010
(Isaías 66:18-21; Hebreos 12:5-7.11-13; Lucas 13:22-30)
Los motivos para las preguntas no eran puros. Pues los muchachos querían gastar el tiempo de clase. Pero también estaban curiosos. Como alumnos en escuela católica, preguntaban a las religiosas de casos extraños como, por ejemplo, “¿qué pasaría si un hombre muere caminando a la confesión? ¿Iría al cielo o al infierno?” Las religiosas sabían el juego y respondían con su propia pregunta, “¿Qué piensas tú?” En el evangelio hoy encontramos a Jesús respondiendo con tanta astucia a una tal pregunta.
“‘Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?’” alguien pregunta a Jesús. Posiblemente los fariseos le hayan enseñado que la mayoría de personas son perezosas, malas, y destinadas al infierno. En la actualidad, la gente más probablemente preguntaría, “¿No es que Dios salve a todos?’” Criados en la edad de la graduación automática para todos que asistan a clases, muchos no ven la necesidad de arrepentirse del pecado para entrar en la gloria.
Jesús evita la cuestión. A quien el Padre salvará y a quien condenará es de Él para decidir. En lugar de tratar de satisfacer la curiosidad del hombre, Jesús se aprovecha de la oportunidad para advertir contra la necedad de presumir la salvación. “‘Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta,’” aconseja. Quiere decir que tenemos que disciplinarnos para que siempre sigamos el camino recto. No hay campo entre sus discípulos para aquellos incorregibles que digan “una vislumbre a la porno no me hará daño”.
Tal vez algunos todavía piensan que asistir en la misa dominical es suficiente para ganar la salvación. Pero no es así como Jesús hace claro cuando dice que no se reconocerán simplemente por haber comido y bebido con él ni por haberlo escuchado enseñando en sus plazas. Más bien, Jesús espera que la misa sea como una plataforma de lanzamiento donde recibimos el combustible y las direcciones para servir a los demás.
“¿Es necesario ser católico para salvarse?” Esto era otra pregunta que solían preguntar a las hermanas en escuelas católicas. Si respondían, “Sí”, los muchachos se oponían, “¿Qué sucederán a los musulmanes, judíos, y hindú buenos?” Si responderían “no”, entonces los muchachos tendrían un pretexto para abandonar la fe. ¿Cómo respondería Jesús? Dice en este mismo evangelio, “’Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios.” A lo mejor está refiriéndose a los hombres y las mujeres de tierras lejanas que los misioneros han evangelizado. Pero aun si tiene en cuenta a aquellos que sin oír del amor de Dios han respondido a la gracia del Espíritu Santo, todavía habrá la necesidad de la evangelización. La gente necesita oír de la seguridad que la fe en Dios trasmite para contrarrestar la vanidad maquinada en todos rincones.
Al lado de la carretera en una ciudad hay una cartelera puesta por un centro médico mostrando una pareja acercando la media edad. En letras negrillas aparece la palabra “esperanza” con la explicación, en letras más sencillas, que las parejas sin hijos pueden recibir ayuda en el centro para embarazarse. Lo que no menciona es el costo tremendo de los tratamientos, la mayor posibilidad de fracaso y de defectos congénitos, y el desgaste de embriones vivos en el proceso. El mundo ofrece como “esperanza” ahora la posibilidad de tener todas las cosas que la persona quiera pero oculta el daño. En contraste, el evangelio – lo que la evangelización presenta – constituye una esperanza más profunda y no dañina a nadie. Jesús nos salva de nuestra codicia, tontería, y flojera por perdonarnos las ofensas, enseñarnos la virtud, y acompañarnos en su comunidad, la Iglesia. Ciertamente es una bendición tener a hijos, pero nuestra esperanza siempre es en Dios que nos los regala, no en las maquinaciones que destruyen la vida humana en el intento de proveerla.
A veces los adultos, no muchachos, dicen que cuando mueran quieren preguntar a Dios sobre la presencia de mal en el mundo como por ejemplo los defectos congénitos. Pero antes de que tengamos la oportunidad a preguntarle a Él, a lo mejor tendríamos que responder a Sus preguntas. ¿Nos hemos arrepentido de la codicia, tontería y flojera? ¿Nos hemos aprovechado de la misa dominical para servir a los demás? ¿Hemos evangelizado a los muchos del oriente y del sur por enseñarles el camino recto? Que nuestras respuestas a estas preguntas sean siempre “sí”. Que sean “sí”.
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