III DOMINGO DE CUARESMA
(Éxodo 17:3-7; Romanos 5:1-2.5-8; Juan 4:5-42)
El señor Larry King es un periodista bien conocido en los Estados Unidos. Por más que veinte y cinco años King daba entrevistas de televisión con personajes famosos. Sin embargo, no es que a todos les gustaba su trabajo. Según sus críticos el estilo de King permitió que los entrevistados evadieran las áreas más sensibles. Como Larry King Jesús en el evangelio según san Juan encuentra a varias personas uno a uno. Pero en contraste a él, Jesús no tiene ninguna renuencia a proponer preguntas duras. Vemos a Jesús en un tal encuentro con la samaritana en el evangelio hoy.
A la primera vista la interlocutora viene con tres strikes en su contra. En primer lugar es mujer, miembro del género que en el tiempo de Jesús tiene pocos más derechos que el ganado. Entonces, es samaritana, una raza hibrida -- ni judía ni pagana – rechazada por las autoridades de Jerusalén y desconociendo la cultura griega. Finalmente, es pecadora. Cinco veces casada, nos recuerda de las estrellas de Hollywood. Y ahora cohabitando con un hombre, nadie la quiere como esposa para su hijo.
Sin embargo, ¿realmente es la samaritana tan diferente de nosotros? Todos nosotros llevamos una bolsa de pecados – sea de estar en un matrimonio no reconocido por la Iglesia, sea la intolerancia para personas del otro color, o la tendencia de echar palabrotas mientras manejando. También, como ella la mayoría de nosotros venimos cansados del trabajo. Más a fondo, como ella muchos nosotros hemos experimentado el paso de tiempo. Sabemos que la ancianidad no sólo trae el desgaste del cuerpo. Igualmente dura de aguantar, acarrea la soledad cuando mueren los parientes y amistades.
Jesús siente nuestro apuro tanto como a aquel de la samaritana en la lectura y se nos ofrece a sí mismo como salvavidas. Nuestros pecados no le impiden; más bien, como el cáncer a un médico, le llaman la atención. Nos viene en los sacramentos para acompañarnos desde el nacimiento con el Bautismo hasta la muerte con la Eucaristía que nos transporta a la vida eterna. A la mujer Jesús no se considera a sí mismo superior de modo que no condescienda a hablar con ella. Aun cuando ella le insulta por decir que no tiene la capacidad para cumplir lo que ofrece, Jesús no la rechaza. Tampoco le importa que sea samaritana porque, como dirá más allá en el evangelio, va a traer a todos a sí mismo. Sobre todo, Jesús le ofrece a ella y a nosotros también el agua viva que cumple toda necesidad.
Aquellos que viven cerca un manantial conocen las ventajas de agua viva. Es fresca, abundante, y limpia. Se puede beberla, usarla para el riego, mandarse en ella, aun jugar en ella sin preocuparse de causar el daño. Jesús compara el Espíritu Santo con el agua viva porque nos viene como un don tan gratis y tan beneficioso. En primer lugar el Espíritu nos quita los pecados, aun los más escarlata. Pero no se limita a una función reparativa; más bien nos prepara para una misión evangélica. Como la samaritana se marcha para anunciar a Cristo al pueblo, nosotros somos para proclamarlo al mundo por el servicio a los demás. Finalmente, el Espíritu Santo nos llena con la esperanza. Cuando las personas más queridas se nos despiden por la última vez, el Espíritu Santo nos asegura que no es el fin de nuestra relación. Más bien, por el mismo Espíritu vamos a reunirnos con ellos de nuevo en la vida eterna sin las riñas y decepciones que manchan relaciones ahora.
Cada año crece el área de desiertos a través del mundo. Tierras una vez solamente secas ya se han hecho incapaces de producir nada. No se puede sembrar cosechas. Ni se puede alimentar ganado. Es como nuestro espíritu sin el agua viva. Nos hacemos cansados, preocupados, decepcionados. Es cierto. Nos hace falta el agua viva.
Predicador dominico actualmente sirviendo como rector del Santuario Nacional San Martín de Porres en Cataño, Puerto Rico. Se ofrecen estas homilías para ayudar tanto a los predicadores como a los fieles en las bancas entender y apreciar las lecturas bíblicas de la misa dominical. Son obras del Padre Carmelo y no reflejan necesariamente las interpretaciones de cualquier otro miembro de la Iglesia católica o la Orden de Predicadores (los dominicos).
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