El domingo, 6 de marzo de 2011

EL IX DOMINGO ORDINARIO

(Deuteronomio 11:18.26-28.32; Romanos 3:21-25.28; Mateo 7:21-27)

Los americanos quieren la libertad. Son orgullosos porque pueden ir a cualquier parte sin pedir permiso a nadie. También pueden echar su opinión sobre cualquier cosa sin preocuparse por lo que haga el gobierno. Sin embargo, les falta mucho a los americanos si su libertad está limitada a no tener restricciones exteriores. La libertad tiene que ver más con el control interior que la autonomía exterior. La verdadera libertad es la capacidad de realizar lo que es bueno, verdadero, y bello.

Imaginémonos por un momento dos personas tocando el piano. Uno es un pícaro que no sabe nada de la música. La otra es la gran pianista española Alicia de Larrocha. ¿Cuál será libre al piano? El pícaro golpea las claves sin coerción pero sólo produce ruido clamoroso. Entretanto, la Señora de Larrocha encanta a todos con sus interpretaciones de Mozart, Beethoven, y Chopin. Ciertamente ella, no el pícaro, es libre al piano. Se hizo libre por dotes físicas y, más importantes, por miles horas de la práctica.

Solamente Dios tiene la libertad plena. Eso es, solamente Dios puede crear una galaxia si la desee o juzgar el corazón humano. Nosotros siempre somos limitados por diferentes características físicas y espirituales. Jamás vamos a poner estrellas en el cielo. Sin embargo, podemos hacernos más libres como Dios para producir hechos cada vez mejores. Para lograr esto primeramente debemos superar algunos obstáculos interiores.

Estamos hablando con nuestros compañeros de trabajo. El tema cambia a Miguel, otro trabajador que no está presente. Cada uno del grupo da su propia crítica de Miguel. Es el ritmo de la soberbia, el deseo para el prestigio que nos hace descontar las buenas cualidades de los demás. Hay deseos para varias cosas que nos impiden desde el interior de hacer lo bueno. La codicia – el deseo para la plata – nos ciega de las necesidades de los demás. La ira – el deseo para mostrar el poder – nos boquea a dar al otro su deber. La lujuria – el deseo para el placer sexual – nos previene de respetar a la mujer u hombre con toda dignidad. Estos son los “otros dioses” de que Dios la primera lectura nos advierte a no seguir.

Para hacernos más libres la Iglesia nos propone el período de la cuaresma que entramos este miércoles. Es tiempo para avanzar el control de nuestros deseos como la Señora de Larrocha controla sus dedos al piano. Por el ayuno dominamos el deseo para los placeres. Pues la abstinencia nos comprueba que el placer no es nuestra meta sino un producto secundario del camino. Por la oración sometemos el deseo para mostrar el poder sobre otras personas. Pues la oración no sólo reconoce un poder más alto que nuestro, sino también muestra un amor profundo por quienes rezamos. Y por la caridad vencemos la codicia. Pues la generosidad proclama que la plata no es exclusivamente para el uso individuo sino para el bien de todos.

Nos preguntemos: ¿para qué queramos ser libres? Es posible que nos guste ser dominado por el placer, el poder, y la plata. Jesús nos provee la respuesta en el evangelio. Al mantener estos “otros dioses” es edificar nuestra casa sobre arena que tiene que ceder. Pero al buscar la libertad es edificar nuestra casa sobre él mismo, la roca que durará para siempre.

Hay otra historia acerca de dos personas que muestra el deseo para ser libre. Un día un guerrillero estuvo para destruir un monasterio cuando un monje se presentó en el camino para detenerlo. “Sal de aquí -- dijo el guerrillero al monje – ¿no sabes quién soy? Soy el que puede cortar tu cabeza con un golpe de mi espada”. “Es cierto” – respondió el monje – “pero usted no sabe quién soy. Soy el que puede dejarle cortar mi cabeza sin preocuparse”. El monje se mostró más libre que el guerrillero. El monje se mostró más como Dios.

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