El doingo, 10 de abril de 2011

V DOMINGO DE CUARESMA

(Ezequiel 37:12-14; Romanos 8:8-11; Juan 11:1-45)

Es una historia común. Cada uno tiene su propia versión. En la mía hace dos semanas murió mi amigo, el Padre Francisco. Era párroco, consejero, amigo, hermano, y otras cosas para diferentes personas. Hace poco se retiró del servicio de tiempo pleno a sesenta y nueve años de edad. Quería seguir ayudando a la gente pero sin tantos compromisos. Sin embargo, el año pasado le descubrieron cáncer en sus pulmones. Lo operaron y le dieron la radioterapia, pero no podían salvarlo. Hace un mes el Padre Francisco informó a sus seres queridos que no iba a vivir mucho tiempo más.

“¿Por qué - preguntamos en casos como lo de Padre Francisco – tiene que morir cuando todavía es relativamente joven con mucha razón de vivir?” Estamos tratando el dolor profundo que nos agarra como una mano de hierro. Nos ponemos inconsolables de modo que nos desconectemos del mundo exterior. Nos dificulta trabajar, recrear, aun comer. Sólo nos ocupan los pensamientos del muerto. Vemos esta condición particularmente en los padres de niños y jóvenes que mueren. La vemos en la familia y los compañeros de Lázaro en el evangelio hoy.

Los psicólogos han descrito varios niveles del dolor profundo que corresponden a diferentes personas del pasaje. Marta sufre mucho por la muerte de su hermano. Está acongojada pero no paralizada. Tiene en sí misma la capacidad de rebotar del contratiempo con toda la fuerza de una maratonista en el cuarenta kilómetro. En cuanto oye que Jesús se acerca, sale para pedirle socorro. A él le puede proclamar su fe. Los amigos de Lázaro viniendo a consolar a sus dos hermanas muestran un segundo tipo de respuesta al dolor. No están profundamente afectados por la muerte aunque sí lloran por el fallecido. Pueden observar todo lo que pase sin perder el sueño. Pues, tienen problemas en sus propias casas para preocuparse.

María, la otra hermana, reacciona con el mayor dolor profundo. No puede salir cuando Jesús llega al pueblo a lo mejor porque está completamente inmovilizada. Cuando eventualmente encuentra al Señor, sólo repite lo que dijo Marta, tal vez porque las dos se pusieron de acuerdo en la casa durante la agonía de su hermano: “Si hubiera estado aquí (Jesús)…” María se cae a los pies de Jesús llorando. Se ve incapacitada; sin embargo, nos regala la propia postura para afrontar el dolor profundo.

Cuando sentimos dolor, es tiempo de poner todas nuestras vidas al pie de Dios por la oración. Al llamarlo, “Señor”, nos damos cuenta de que Él es el sumo bien para quien vivimos. La confianza de este planteamiento nos regala la fuerza para seguir adelante con nuestros quehaceres. Sin embargo, no es principalmente nuestra propia fuerza que nos levanten del dolor profundo. El Espíritu de Jesús nos llena el corazón con la esperanza de vencer la muerte. En el evangelio Jesús llama a Lázaro del sepulcro para mostrar su poder sobre la muerte. Este poder es como el amor con que los padres tranquilizan a sus bebitos llorando por tomarlos en sus brazos.

Podemos quedar seguros que la muerte no va a ser la clausura de nuestra existencia aunque no sabemos exactamente de que comprende la vida eterna. No es la que tenga Lázaro resucitado; pues, él va a morir de nuevo. Es la que muestra Jesús en el final del evangelio, pero solamente la vemos por vislumbres, no del profundo. Será algo nuevo, extraordinario, no imaginable pero, a la misma vez, gozoso, sensible, consciente. Podemos pensar en la vida eterna como una gran sinfonía con pirotécnicos u otro espectáculo maravilloso, pero no se puede decir nada con certitud.

Un poeta hindú dice que la muerte no es el extinguir la luz, sino el apagar la lámpara porque ha llegado el amanecer. Al que llamamos “Señor” nos viene como el sol para sacarnos de la mano de hierro que nos tiene esta vida para bañarnos en su luz. Sí, es difícil despedir a nuestros seres queridos, pero estaremos a los pies de aquel que nos ama como los padres a su bebito. Estaremos con aquel que nos ama.

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