II DOMINGO DE PASCUA
(Hechos 2:42-47; I Pedro 1:3-9; Juan 20:19-31)
En septiembre del 1938 el primer ministro Chamberlain de Inglaterra volvió a su país de una junta con el canciller Adolfo Hitler de Alemania. Acabó a darle a Hitler permiso de tomar, en efecto, control sobre la República Checa en cambio por su promesa de no avanzar más en Europa. Chamberlain dijo a sus paisanos que habría “la paz en nuestro tiempo”. Era un fraude. Por supuesto, no se podía aplacar a Hitler. Dentro de un año Alemania invadió a Polonia para comenzar la Segunda Guerra Mundial. La paz de Chamberlain contrasta con la paz que promete Jesús en el Evangelio según San Juan. La paz de Jesús no es de este mundo. En el pasaje del mismo evangelio hoy leemos cómo Jesús entrega su paz.
En la noche de su resurrección Jesús vuelve a sus discípulos. Su saludo resuena en sus corazones: “La paz esté con ustedes”. Entonces les muestra las heridas en sus manos y costado para asegurarles que realmente ha vencido a la muerte. La paz proviene de la creencia que lo que ha pasado a Jesús, les pasará a ellos también. La tumba no constituirá su último destino. Más bien, resucitarán a una vida llena de gloria.
Ciertamente la muerte sigue como el enemigo número uno en nuestro tiempo. Aunque muchos humanos viven hasta ochenta, queremos extender nuestros días hasta noventa, aun cien años. Sin embargo, la muerte puede recogernos cuando estamos floreciendo como el caso del profesor Randy Pausch. Este catedrático tenía sólo cuarenta y siete años de edad cuando se diagnosticó con el cáncer pancreático. Tuvo sólo seis meses para despedirse de su esposa y tres hijos pequeños. Aún más preocupante hoy es la posibilidad de pasar nuestros últimos años aislados por la falta de memoria o en un asilo por mala salud. Con la certeza de la resurrección de la muerte podemos enfrentar tales apuros sin mucho sudar.
La paz de Jesús tiene una segunda dimensión que se manifiesta cuando él sopla sobre sus discípulos. Les confiere el Espíritu Santo para su misión de perdonar pecados. La gente acaba de ejecutar a un hombre inocente. Hace falta no sólo el perdón sino también la conciencia de su pecado. No es muy diferente hoy cuando muchos andamos ignorados de cómo la soberbia nos impide ver el impacto de nuestras acciones. El hombre viene del trabajo cansado. Sin decir nada a nadie, se sienta en la butaca y enciende el televisor para relejarse. Desgraciadamente no se da cuenta de que su esposa también ha tenido un día agotador. Ella vino de su trabajo, recogió a los niños, hizo las compras, y ya está preparando la cena. Al menos le gustarían unas palabras de reconocimiento pero en su lugar recibe sólo el eco del televisor diciendo en efecto, “No me molestes”.
Para hacer el perdón de culpa palpable a nosotros, Jesús instituyó el Sacramento de la Reconciliación. En una novela cuya historia tiene lugar en la década de los cuarenta del siglo pasado una joven describe su experiencia de la confesión sacramental. Dice que le hace sentir como nueva persona más limpia, más ligera, más libre que antes. El sacramento nos reconcilia primero con Dios a quien hemos desobedecido. Pero no termina reconciliando allí. Nos reconcilia con la Iglesia cuya misión de brindar la bondad de Dios ha sido truncado por nuestro pecado. Según el papa Juan Pablo II, el sacramento también nos reconcilia con nosotros mismos. La reconciliación con el yo es un proceso de al menos dos pasos. Primero, por nombrar el pecado colocamos la falta que nos disturba aun cuando no estamos conscientes de ser preocupados. Entonces por admitirlo al representante de Dios estamos haciendo algo duro para aliviarnos de su peso.
Al menos una vez por año los ciclistas llevan sus bicicletas para un tune-up. Se les quita la tierra en los cambios, los frenos, y las cadenas, y se les pone nuevo aceite. El resultado no es sólo que las bicicletas se miran mejores; más importante funcionan mejor. Es semejante con la Reconciliación. Aliviados de nuestros pecados por la paz de Jesús, nosotros no sólo nos sentimos mejor sino funcionamos mejor. Podemos llevar a cabo nuestra misión en la vida. Podemos vivir mejor.
Predicador dominico actualmente sirviendo como rector del Santuario Nacional San Martín de Porres en Cataño, Puerto Rico. Se ofrecen estas homilías para ayudar tanto a los predicadores como a los fieles en las bancas entender y apreciar las lecturas bíblicas de la misa dominical. Son obras del Padre Carmelo y no reflejan necesariamente las interpretaciones de cualquier otro miembro de la Iglesia católica o la Orden de Predicadores (los dominicos).
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