EL
QUINTO DOMINGO DE CUARESMA
(Isaías
43:16-21; Filipenses 3:7-14; John 8:1-11)
Pregunta
al prisionero: “¿Qué haces en la prisión?”
No seas sorprendido si te responde: “Tiempo”. Pues, el tiempo es la realidad que más superabunda
entre los encarcelados. Se privan, entre
otras cosas, de la paz, de diferentes comidas, de la privacidad. Pero tienen tiempo para estudiar, levantar
pesos, o reflexionar sobre sus vidas.
Así encontramos a Pablo en la segunda lectura hoy.
Pablo
está escribiendo de la cárcel. Su
ofensa: defender el evangelio. Pero no
va a desgastar el tiempo. Ya puede comunicarse
con las comunidades de fe que ha formado.
También hay oportunidad para recapacitar su vida. ¿Se preguntará si querría volver a judaísmo
donde se brillaba como el sol levantándose en la mañana? Era genio en su interpretación de la ley, sin
reproche en su observancia, y fanático en su promoción. Algunos católicos revisan su fe en esta
manera. Imaginan que sería más agradable
si fueran evangélicos. La música en sus
templos es emocionante; no imponen la obligación de asistir en los servicios todo
domingo; e invitan a todos a compartir en la comunión, aun los divorciados.
Sin
embargo, si fuéramos protestantes, no tendríamos la Eucaristía. Dicen ellos que el pan del altar es sólo
símbolo para recordarnos de Cristo. Pero
nosotros creemos con toda el alma que la hostia es mayor que un símbolo, que es
realmente el cuerpo de Cristo. Para
asegurarnos de esta verdad la Iglesia católica ha mantenido la sucesión de los
apóstoles con la imposición de manos.
Ésta es la transmisión por veinte siglos tanto de la doctrina correcta como
del poder de confeccionar los sacramentos.
Asimismo Pablo no dará ni un minuto al pensamiento del retorno al
judaísmo. Ha encontrado a Cristo, y la
experiencia vale el encarcelamiento y cualquiera otra pena que le pudieran
afligir.
¿Cómo es
Jesús? ¿Qué tipo de persona será que podía
dar vuelta la vida de un hombre tan enfocado como Pablo? Recibimos una mirada de cerca de él en el
evangelio hoy. Jesús es perspicaz. Conoce los corazones de todos incluso a los
supuestamente rectos que desean atacarlo a través de la adúltera. También es paciente o, mejor, pacífico. No reacciona contra sus detractores. Más bien, les extiende la mano por enseñar
que el propósito de la ley no es condenar sino guiar a la gente a Dios. Sobre todo, Jesús es misericordioso. No castiga a la mujer por su pecado sino le
invita a arrepentírselo. Después de
conocer a una persona tan estupenda, ¿cómo puede Pablo considerar dejar la fe en él por aun toda la fama de ser
nombrado el primer rabí de Jerusalén?
Ya Pablo
sólo quiere acompañar a Jesús. “…todo lo
considero como basura – escribe en la lectura hoy – con tal de ganar a Cristo y
de estar unido a él…” Aun no rechaza el
dolor porque le permite compartir el sufrimiento de Jesús. Para Pablo, como para otros santos a través
de la historia cristiana, el dolor se hace dulce cuando le pone al lado de Jesús
colgado en la cruz. Jesús es como la
cucharita de azúcar que hace el café expreso apetecible. Una mujer describe cómo
le pasó esta maravillosa transformación cuando dio a luz a su hijo. Dice que estaba sola con su marido hasta los
últimos momentos del parto. Mano en mano
los dos suspiraban juntos. Cuando el dolor se hizo inaguantable, le pidió a él
que le leyera los salmos. Por la primera
vez -- ella escribe – los salmos perecieron correspondientes a la situación:
“Por eso no tenemos miedo aunque tiemble la tierra y los cimientos de las
montañas se desplomen en el mar” (Salmo 46,2). Entonces – dice -- todo se hizo tranquilo, que
ya enfocó en el propósito del parto, que el dolor se hizo dulce.
El dolor
es parte de la vida. Sin el dolor
físico, psicológico, o espiritual no habría vida humana. Ciertamente el dolor
del parto es intenso pero la mayoría de las mujeres – creo -- preferían este
dolor a la angustia emocional de nunca tener a un hijo. Asimismo el sufrimiento que viene por
participar en la guerra – el temor, las heridas, el desgaste de la vida – es
preferible al dolor espiritual de aquellos soldados que desertaron a sus compañeros
de ejército. No obstante, en todos casos
Jesús nos ofrece a sí mismo para aguantar el dolor. Nos invita a tomar nuestras cruces para
acompañarlo en el camino a la vida. Si
lo hacemos, la pureza de su amistad aliviará todo el peso del dolor. Aun la
muerte, tan espantosa que sea, no nos amanecerá cuando caminamos juntos con
Jesús.
“Sólo
quiero conocerte, Señor” – cantó el ex Beatle George Harrison. Así quedamos nosotros. Pero en realidad ya lo conocemos. Por las historias de él en el evangelio, por
la experiencia de él en la Eucaristía, por las veces en que le oramos, podemos
describirlo. Es más maravilloso que un
recién nacido, más brillante que la música de Beethoven, más misericordioso que
el sol levantándose en la mañana. Jesús
es más misericordioso que el sol levantándose.
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