El domingo, 17 de marzo de 2013


EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

(Isaías 43:16-21; Filipenses 3:7-14; John 8:1-11)


Pregunta al prisionero: “¿Qué haces en la prisión?”  No seas sorprendido si te responde: “Tiempo”.  Pues, el tiempo es la realidad que más superabunda entre los encarcelados.  Se privan, entre otras cosas, de la paz, de diferentes comidas, de la privacidad.  Pero tienen tiempo para estudiar, levantar pesos, o reflexionar sobre sus vidas.  Así encontramos a Pablo en la segunda lectura hoy.

Pablo está escribiendo de la cárcel.  Su ofensa: defender el evangelio.  Pero no va a desgastar el tiempo.  Ya puede comunicarse con las comunidades de fe que ha formado.  También hay oportunidad para recapacitar su vida.  ¿Se preguntará si querría volver a judaísmo donde se brillaba como el sol levantándose en la mañana?  Era genio en su interpretación de la ley, sin reproche en su observancia, y fanático en su promoción.  Algunos católicos revisan su fe en esta manera.  Imaginan que sería más agradable si fueran evangélicos.  La música en sus templos es emocionante; no imponen la obligación de asistir en los servicios todo domingo; e invitan a todos a compartir en la comunión, aun los divorciados.

Sin embargo, si fuéramos protestantes, no tendríamos la Eucaristía.  Dicen ellos que el pan del altar es sólo símbolo para recordarnos de Cristo.  Pero nosotros creemos con toda el alma que la hostia es mayor que un símbolo, que es realmente el cuerpo de Cristo.  Para asegurarnos de esta verdad la Iglesia católica ha mantenido la sucesión de los apóstoles con la imposición de manos.  Ésta es la transmisión por veinte siglos tanto de la doctrina correcta como del poder de confeccionar los sacramentos.  Asimismo Pablo no dará ni un minuto al pensamiento del retorno al judaísmo.  Ha encontrado a Cristo, y la experiencia vale el encarcelamiento y cualquiera otra pena que le pudieran afligir. 

¿Cómo es Jesús?  ¿Qué tipo de persona será que podía dar vuelta la vida de un hombre tan enfocado como Pablo?  Recibimos una mirada de cerca de él en el evangelio hoy.  Jesús es perspicaz.  Conoce los corazones de todos incluso a los supuestamente rectos que desean atacarlo a través de la adúltera.  También es paciente o, mejor, pacífico.  No reacciona contra sus detractores.  Más bien, les extiende la mano por enseñar que el propósito de la ley no es condenar sino guiar a la gente a Dios.  Sobre todo, Jesús es misericordioso.  No castiga a la mujer por su pecado sino le invita a arrepentírselo.  Después de conocer a una persona tan estupenda, ¿cómo puede Pablo considerar dejar  la fe en él por aun toda la fama de ser nombrado el primer rabí de Jerusalén?

Ya Pablo sólo quiere acompañar a Jesús.  “…todo lo considero como basura – escribe en la lectura hoy – con tal de ganar a Cristo y de estar unido a él…”  Aun no rechaza el dolor porque le permite compartir el sufrimiento de Jesús.  Para Pablo, como para otros santos a través de la historia cristiana, el dolor se hace dulce cuando le pone al lado de Jesús colgado en la cruz.  Jesús es como la cucharita de azúcar que hace el café expreso apetecible. Una mujer describe cómo le pasó esta maravillosa transformación cuando dio a luz a su hijo.  Dice que estaba sola con su marido hasta los últimos momentos del parto.  Mano en mano los dos suspiraban juntos. Cuando el dolor se hizo inaguantable, le pidió a él que le leyera los salmos.  Por la primera vez -- ella escribe – los salmos perecieron correspondientes a la situación: “Por eso no tenemos miedo aunque tiemble la tierra y los cimientos de las montañas se desplomen en el mar” (Salmo 46,2).  Entonces – dice -- todo se hizo tranquilo, que ya enfocó en el propósito del parto, que el dolor se hizo dulce.

El dolor es parte de la vida.  Sin el dolor físico, psicológico, o espiritual no habría vida humana. Ciertamente el dolor del parto es intenso pero la mayoría de las mujeres – creo -- preferían este dolor a la angustia emocional de nunca tener a un hijo.  Asimismo el sufrimiento que viene por participar en la guerra – el temor, las heridas, el desgaste de la vida – es preferible al dolor espiritual de aquellos soldados que desertaron a sus compañeros de ejército.  No obstante, en todos casos Jesús nos ofrece a sí mismo para aguantar el dolor.  Nos invita a tomar nuestras cruces para acompañarlo en el camino a la vida.  Si lo hacemos, la pureza de su amistad aliviará todo el peso del dolor. Aun la muerte, tan espantosa que sea, no nos amanecerá cuando caminamos juntos con Jesús.

“Sólo quiero conocerte, Señor” – cantó el ex Beatle George Harrison.  Así quedamos nosotros.  Pero en realidad ya lo conocemos.  Por las historias de él en el evangelio, por la experiencia de él en la Eucaristía, por las veces en que le oramos, podemos describirlo.  Es más maravilloso que un recién nacido, más brillante que la música de Beethoven, más misericordioso que el sol levantándose en la mañana.  Jesús es más misericordioso que el sol levantándose.   

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