EL
PRIMER DOMINGO DE LA PASCUA
(Lucas
24:1-12)
La tía
María ha muerto. Era persona querida:
dedicada a la familia, generosa con la parroquia, y devota a Dios. Sus hermanos quieren prepararle para el día
en que resucite de la fosa. Llaman a Don Miguel, el director de pompas
fúnebres, para atender el cadáver. Le
traen la ropa que a ella le gustaba llevar más, y de él le escogen un ataúd de
calidad. Así encontramos al grupo de mujeres
yendo al sepulcro de Jesús en el evangelio.
Las
mujeres llegan a su destinación en la mera madrugada. Quieren lavar el cuerpo de Jesús de la
sangre, sudor, y mugre acumulados en la ordalía de la crucifixión. Porque aceptan su enseñanza sobre la
resurrección, piensan en preservar el cuerpo con perfumes hasta ese día
glorioso al final de los tiempos. Hoy día
muchos cristianos siguen esta costumbre. Además ponen los cuerpos en la tierra
con caras dirigidas al oriente porque creen que Cristo vendrá como el sol
naciente.
Estos
seguidores de Cristo se desconciertan con el abandono de las tradiciones
funerarias entre sus parientes y amigos.
Piensan que la preferencia creciente de calcinar los restos falte la
comprensión adecuada de la muerte cristiana.
Se preguntan si aquellos que quieran contar historias del muerto en
lugar de rezar por su alma aprecien la muerte como el umbral de la casa de Dios.
Las mujeres sienten un desconcierto
semejante cuando ven la piedra del sepulcro retirada pero no ven el cuerpo de
Jesús adentro. Sin duda, se preguntan
¿quién se ha llevado a su querido maestro?
No
demoran mucho en su inquietud cuando dos ángeles se les presentan. Les informan que Jesús ha resucitado como
había dicho. Dicen que no van a
encontrarlo entre los muertos. Es la misma
esperanza que amparamos nosotros cuando moramos, al menos por nuestros
espíritus. Queremos ser enumerados entre
los vivos con Dios. Sabemos que la resurrección de la carne tendrá que aguardar
el final de los tiempos. Pero hay
referencia desde san Pablo hasta san Juan que con la muerte el espíritu reside
con Cristo.
Las
madres nos han inculcado estas creencias con costumbres pascuales. Pintan huevos como signo de la resurrección:
como la cáscara está rota por el polluelo nuevo, así está roto el sepulcro de
Jesús por su resurrección y un día estarán rotas nuestras fosas. Asimismo compran nueva ropa por sus hijos
para demostrar cómo la resurrección de Jesús nos ha vuelto en nuevas personas
ya destinadas para la vida eterna.
Similarmente las mujeres del evangelio van a los discípulos varones con
las buenas noticias de la resurrección. Tratan
de explicar la revuelta de vida que han experimentado.
Pero los
hombres no les creen. Escuchan su
anuncio como desvarío a lo mejor porque el mensaje es inaudito. Aun después de ver el sepulcro vacío Pedro no
lo cuenta como creíble. Así muchos quedan incrédulos hoy día. Dirán que no pueden aceptar el testimonio de
los evangelios porque no se ha repetido la resurrección de la muerte. Como científicos buscando la verdad con experimentos
controlados reservan su afirmación mientras a menudo sus vidas disuelven en
pedazos. En cambio, nosotros aceptamos
no sólo el testimonio de los primeros cristianos sino lo de los santos a través
de veinte siglos cuyas vidas han sido transformadas por la fe. Hombres como Francisco de Asís y mujeres como
Dorothy Day reflejan tanto el gozo como la rectitud de vida una vez que aceptan
la fe en Jesús.
Los
católicos negros de Nueva Orleans tienen una costumbre funeraria
llamativa. En lugar de ir en coches a la
fosa del muerto, siguen el ataúd a pie del umbral del cementerio. No lo hacen en silencio con caras bajas sino casi
bailando al tono de la “Marcha de los santos”.
Creen con toda el alma que los espíritus de los buenos no se encuentran
entre los muertos sino los vivos. Creen
que los espíritus de los buenos viven.
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