EL SEXTO DOMINGO DE PASCUA
(Hechos
8:5-8.14-17; I Pedro 3:15-18; Juan 14:15-21)
En una
novela una joven anda con un grupo a un mirador. La hora es temprana; pues, quieren ver la
salida del sol. La joven siente un poco
molesta por falta del sueño. Cuando espía
una flor en el suelo, se para para examinarla.
Los otros le exigen que se apure.
Dicen que va a perder ver el espectáculo del sol. Desgraciadamente algo semejante pasa con
algunos de nosotros. Como la joven puede
perder ver la maravilla del sol levantándose sobre el horizonte por mirar una
flor del campo, varios católicos pierden conocer al Espíritu Santo por cosas cotidianas. Las lecturas de la misa hoy nos indican cómo
el Espíritu Santo puede enriquecer nuestras vidas.
En el
principio del Evangelio según San Lucas, Juan Bautista dice que viene uno que
va a bautizar con el Espíritu y el fuego.
Está anticipando la transformación de vidas con el bautismo en el
Espíritu Santo: vidas cambiadas del azul al rojo, de la indiferencia a la
pasión. En la primera lectura los Hechos
de los Apóstoles describe a unos samaritanos bautizados sin recibiendo al
Espíritu. Se puede decir que son purificados
del pecado pero les falta el fuego de la gracia. Son como muchos que acuden la misa dominical pero
muestran poco ánimo para el discipulado de Jesús. A estos también les falta la fuerza plena del
Espíritu.
El
evangelio hoy nos indica el primero de dos efectos del Espíritu Santo. Imparte a los discípulos el amor para que
apoyen a uno y otro en el camino largo a la salvación. Pasando por los desvíos en la vida – el
placer de las drogas, la intriga de la intimidad con otra mujer u otro hombre,
la excitación de los juegos – la atención de la comunidad cristiana nos
mantiene en el rumbo más o menos derecho.
Sin la parroquia o nuestra comunidad pequeña somos como una nave sin
timón siendo soplados por los vientos de la moda.
El
Espíritu Santo también nos impulsa fuera de nuestra comodidad para compartir el
conocimiento del Señor. Un ministro
laical describe su experiencia de invitar a sus amigos a acompañarle a la
misa. Habla de un compañero llamado Juan
que encontró en un bar de deportes. Una
tarde de sábado lo acompañó a la iglesia.
Después de oír al ministro-amigo proclamar la palabra de Dios, Juan le
dio un cumplido. Dijo algo como: “si te
vistiera en un alba, habría pensado que eres sacerdote”. Ahora aunque sea la persona más mal vestida
en la misa, Juan sigue asistiendo semana tras semana. El ministro siente seguro que era el Espíritu
Santo que le llamó para tomar tan buena pesca.
Una vez
había varios reportes de plumas del Espíritu Santo. Por supuesto, tales reliquias nunca han
existido. El Espíritu Santo no es palomo
ni otro tipo de materia física, viva o muerta.
Pero sí, hay evidencia del Espíritu Santo en las comunidades de fe
invitando a otras gentes a un paso derecho en el rumbo al Señor. Tienen catecumenados con veintenas de
personas. Tienen decenas de vocaciones
al sacerdocio y la vida religiosa.
Tienen membresías llenas de preocupación por uno y otro y por el mundo
entero. Tales comunidades muestran el
fuego del Espíritu Santo. Tales
comunidades constituyen huellas del Espíritu.
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