LA SOLEMNIDAD DEL NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY
DEL UNIVERSO
(Ezequiel
14:11-12.15-17; I Corintios 15:20-26.28; Mateo 25:31-46)
Muchos
dirán que es loco. Pero, como en casi todo, a San Francisco de
Asís no le importará. En su agonía el
santo llamó a la muerte “hermana” y le rogó que se le reuniera con él en la
alabanza de Dios. No es que Francisco no
temiera la muerte. Casi en el mismo
respiro que dijo “Bienvenida, Muerte”, la describió como “terrible y
odiosa”. Pudo acogerse a la muerte porque
sabía que Jesús la domó. En este tiempo
de noviembre cuando los vientos norteños llevan el frío de la muerte vale la
pena reflexionar sobre este domar.
Los
filósofos dicen que la muerte no es completamente mala. Según ellos, la muerte sirve como la
consumación del proyecto de la vida. Sin
la muerte tendríamos que seguir luchando siempre para probarnos como amigos
fieles, personas íntegras, y seres compasivos.
Con la muerte llegamos a un punto donde hemos hecho todo lo que podíamos
para expresar el significado de nuestra vida.
Es poner una línea de meta para que no sigamos para siempre circulando
la pista.
Pero no
queremos glorificar la muerte. Comprende
el fin de nuestras relaciones humanas, al menos como las conocemos. Un autor describe como le gustaba compartir
con su mamá recientemente fallecida. Sea disfrutar una cena con ella o
simplemente conversar, ya echa de menos esos momentos preciosos. Porque no sabemos exactamente lo que pase
después de la muerte, deberíamos pausar antes de abrazarla como si fuera un primo
llegando de las montañas.
Deberíamos
tener en cuenta también lo que la muerte de Jesús nos ha enseñado. Su entrega a las manos de sus verdugos nos
muestra que la muerte no es la cosa más repulsiva. Siempre el pecado será el enemigo número uno. De hecho, la muerte es sólo el fruto del
pecado. Porque Jesús cumplió completamente
la voluntad de Dios Padre, su muerte ha conquistado el pecado. Ya la muerte no tiene un agarro tan fuerte como
antes sobre nosotros. Sólo tenemos que
aferrar a él para compartir en su victoria.
Como Pablo declara en la segunda lectura, en tiempo Jesús va a aniquilar
la muerte como el toque final de su victoria.
Aferramos
a Jesús cuando socorremos a los más pobres como dice el evangelio hoy. No es que lo busquemos en los desamparados y
prisioneros como si ellos fueran ejemplares de su justicia. No, los pobres como todos pueden ser ociosos
y caprichosos. Interesantemente, los
elegidos para el reino ni siquiera saben que hayan tratado al Hijo del Hombre. Simplemente llevaron a cabo su enseñanza de hacer
al otro lo que quieren que se les hagan a sí mismos. Sin embargo, es cierto que los necesitados bien
representan a Cristo. Pues demuestran la
precariedad humana que Cristo asumió en la encarnación.
Hoy
celebramos a Cristo como el rey. Lo
imaginamos sentado en un trono con corona de oro en su cabeza y cetro de poder
en su derecha. ¿Dónde reina? Reina dondequiera que haya la vida eterna. Y
¿dónde existe esta vida? Existe en los
santos como Francisco de Asís que siempre trató al otro como quería ser tratado. Existe también en cada uno de nosotros cuando
nos hacemos amigos fieles, personas íntegras, y seres compasivos. Cristo reina en nosotros – un pueblo fiel,
íntegro, y compasivo.
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