El domingo, 23 de noviembre de 2014



LA SOLEMNIDAD DEL NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO

(Ezequiel 14:11-12.15-17; I Corintios 15:20-26.28; Mateo 25:31-46)

Muchos dirán  que es loco.  Pero, como en casi todo, a San Francisco de Asís no le importará.  En su agonía el santo llamó a la muerte “hermana” y le rogó que se le reuniera con él en la alabanza de Dios.  No es que Francisco no temiera la muerte.  Casi en el mismo respiro que dijo “Bienvenida, Muerte”, la describió como “terrible y odiosa”.  Pudo acogerse a la muerte porque sabía que Jesús la domó.  En este tiempo de noviembre cuando los vientos norteños llevan el frío de la muerte vale la pena reflexionar sobre este domar.

Los filósofos dicen que la muerte no es completamente mala.  Según ellos, la muerte sirve como la consumación del proyecto de la vida.  Sin la muerte tendríamos que seguir luchando siempre para probarnos como amigos fieles, personas íntegras, y seres compasivos.  Con la muerte llegamos a un punto donde hemos hecho todo lo que podíamos para expresar el significado de nuestra vida.  Es poner una línea de meta para que no sigamos para siempre circulando la pista.

Pero no queremos glorificar la muerte.  Comprende el fin de nuestras relaciones humanas, al menos como las conocemos.  Un autor describe como le gustaba compartir con su mamá recientemente fallecida. Sea disfrutar una cena con ella o simplemente conversar, ya echa de menos esos momentos preciosos.  Porque no sabemos exactamente lo que pase después de la muerte, deberíamos pausar antes de abrazarla como si fuera un primo llegando de las montañas.

Deberíamos tener en cuenta también lo que la muerte de Jesús nos ha enseñado.  Su entrega a las manos de sus verdugos nos muestra que la muerte no es la cosa más repulsiva.  Siempre el pecado será el enemigo número uno.  De hecho, la muerte es sólo el fruto del pecado.  Porque Jesús cumplió completamente la voluntad de Dios Padre, su muerte ha conquistado el pecado.  Ya la muerte no tiene un agarro tan fuerte como antes sobre nosotros.  Sólo tenemos que aferrar a él para compartir en su victoria.  Como Pablo declara en la segunda lectura, en tiempo Jesús va a aniquilar la muerte como el toque final de su victoria.

Aferramos a Jesús cuando socorremos a los más pobres como dice el evangelio hoy.  No es que lo busquemos en los desamparados y prisioneros como si ellos fueran ejemplares de su justicia.  No, los pobres como todos pueden ser ociosos y caprichosos.  Interesantemente, los elegidos para el reino ni siquiera saben que hayan tratado al Hijo del Hombre.  Simplemente llevaron a cabo su enseñanza de hacer al otro lo que quieren que se les hagan a sí mismos.  Sin embargo, es cierto que los necesitados bien representan a Cristo.  Pues demuestran la precariedad humana que Cristo asumió en la encarnación. 


Hoy celebramos a Cristo como el rey.  Lo imaginamos sentado en un trono con corona de oro en su cabeza y cetro de poder en su derecha.  ¿Dónde reina?  Reina dondequiera que haya la vida eterna. Y ¿dónde existe esta vida?  Existe en los santos como Francisco de Asís que siempre trató al otro como quería ser tratado.  Existe también en cada uno de nosotros cuando nos hacemos amigos fieles, personas íntegras, y seres compasivos.  Cristo reina en nosotros – un pueblo fiel, íntegro, y compasivo.

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