DECIMOOCTAVO DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiastés
1:2.2:21-23; Colosenses 3:1-5.9-11; Lucas 12:13-21)
El
americano John D. Rockefeller hizo una fortuna negociando en el petróleo. Se hizo el primer billonario en la historia. Una vez se le preguntó: “¿Cuánto dinero es
suficiente?” Respondió: “Sólo un poco
más”. Dicen que en América no se puede
ser demasiado rico ni demasiado delgado.
Con la globalización no sólo los americanos sino todo el mundo quieren
ser más ricos. Las lecturas de la misa
hoy retan esta actitud.
En el
evangelio Jesús advierte a la muchedumbre: “Eviten todo clase de
avaricia”. Quiere decir que no deben
caer en la búsqueda incesante del dinero.
A través de este evangelio de Lucas Jesús hace hincapié en el peligro que
produce la abundancia de dinero. Ya
hemos oído este año el pasaje en que dice: “Dichosos los pobres…” Dentro de poco escucharemos la parábola del rico
que sufre en el infierno por no atender al pobre en su puerta. Particularmente en este evangelio Jesús nos
advierte de los pecados que tienen que ver con el dinero más que con cualquier
otro tipo.
Deberíamos
preguntar: ¿Por qué es tan importante la cuestión de avaricia? La segunda lectura nos provee la
respuesta. La avaricia se hace en “una
forma de idolatría”. Eso es, la gente
piensa en una cuenta de banco gorda como lo que va a salvarla. El oro reemplaza a Dios como su
esperanza. Una vez un rico se enterró
dentro de su Cadillac como si el coche lujoso pudiera llevarlo a la vida
eterna.
Por
supuesto, el dinero es útil. La gran
mayoría de nosotros lo usamos para comprar las necesidades básicas. Ahorrar el dinero para el día en que no podamos
trabajar es sólo prudente. Aun las
instituciones de la Iglesia buscan legados para cobrar las necesidades del
futuro. Lo que Jesús critica es el deseo
de acumular cada vez más dinero en lugar de compartir el superávit con los
pobres. A pesar de lo que opinó Rockefeller,
podemos llegar al punto en que tener más se hace en tener demasiado, aún para
la Iglesia. Se recuerda el mito del rey
Midas que quería el toque de oro. Una
vez que se le otorgó, lo lamentó porque ni podía morder un pedazo de pan sin
cambiarlo en oro.
El papa San
Juan Pablo II decía que nuestro objeto en la vida no debe ser que tengamos más
sino que seamos más. Quería que usáramos
el dinero para crecer como personas humanas.
Con la plata podemos tomar cursos educativos para aumentar nuestro
conocimiento. Podemos enviar a nuestros
hijos a la universidad para que tengan carreras que sirven la sociedad en modos
más profundos.
Es
preciso que cambiemos nuestro concepto de la riqueza. Dice un proverbio judío: “El rico es la
persona que se satisfaga con lo que tiene”.
Es la verdad, pero como cristianos querremos añadir algo: “La persona
muy rica es quien conozca al Señor Jesús”.
Él nos indicará cuando tengamos bastantes cosas materiales y nos
enseñará el valor de las bienes espirituales.
Como en el caso del hombre en el evangelio, no va a intervenir en
nuestros asuntos. Pero sí nos insistirá
que compartamos nuestra abundancia con aquellos que tengan poco.
Hay una
historia que muestra a Jesús como la riqueza más grande. Una mañana un santo de Dios llegó a la orilla de un
pueblo. Se le acercó un ladrón exigiendo al santo que le diera la cosa más valiosa
que tenía. “Espérate un minuto”,
dijo el santo. Entonces registró su bolsa y sacó un diamante tan grande como
una toronja. Le dijo al
hombre, “Tómalo; es tuyo”. El
hombre tomó el diamante y se fue. Pero
más tarde del mismo día regresó al santo para devolver el diamante. Le pidió, “Ahora dame el tesoro que te
hizo posible soltar el diamante sin ninguna dificultad”. Tenía razón el ladrón. El santo tenía algo más precioso que el
diamante tan grande como toronja. Tenía
a Jesús en su corazón. También lo tenemos nosotros. En lugar de buscar fortunas que permitamos a
él dirigir nuestras vidas. Que
permitamos a Jesús dirigir nuestras vidas.
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