El domingo, 11 de septiembre de 2016

EL VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO ORDINARIO

(Éxodo 32:7-11.13-14; Timoteo 1:12-17; Lucas 15:1-10)


Dicen que se conoce la persona por la compañía que guarda.  Si anda con gente sana, a lo mejor es confiable.  Pero si se encuentra con embusteros, no vale creer lo que diga.  No es por nada entonces que los fariseos en el evangelio hoy sospechan a Jesús.  Pues lo ven aun comiendo con “los publicanos y los pecadores”.

Pero Jesús no más quiere seguir los modos de los pecadores que la Santa Teresa de Calcuta quería seguir los modos de los drogadictos que frecuentamente cuidó.  Al contrario, Jesús quiere convencer a los maliciosos que el camino de Dios es preferible a sus engaños.  Les enseña que sobre todo le complace a Dios el arrepentimiento de ellos mismos.  Describe con dos ejemplos el gozo de Dios cuando un pecador regresa a la justicia.  Dice que es tan efervescente como la alegría de un pastor cuando halla su oveja perdida o la del amo de casa cuando encuentra su moneda extraviada.

Por eso no debe ser misterioso cuando los científicos cuestionan la existencia del Dios de las Escrituras.  Ellos investigan las leyes que mantienen el orden del universo.  Pero la Biblia y particularmente el evangelio presentan al Creador como sumamente preocupado por aquellos que han violado Sus preceptos.  Ninguna historia de Jesús expresa esta preocupación divina tanto como la parábola del Hijo Pródigo o, mejor dicho, del Padre del Amor Prodigioso.

Por pedir su herencia cuando su padre todavía vive, el hijo menor está contando a su padre que lo preferiría muerto.  Por malgastar el dinero en cosas frívolas el joven comete otra afrenta.  Cuidando cerdos para sobrevivir indica el abismo en que el joven se ha puesto a sí mismo.  Si fuera viviendo hoy en día, sería como si estuviera produciendo películas pornográficas para sacar la vida.  Pero al padre ¡no le importa que hiciera!  Cuando ve a su hijo en el horizonte corre para acogérselo.  En lugar de darle regaño le hace una fiesta.  En breve, actúa este padre completamente fuera del ordinario.  Representa a Dios con amor fuera del control, opuesto a todo lo que esperan los hombres.

Se puede tener una vislumbre de este amor en la segunda lectura.  San Pablo describe como era el pecador atroz cuando perseguía a Cristo despiadadamente.  Sin embargo, Dios tuvo compasión de él por convertirlo en el camino a Damasco.  Se ha hecho no sólo el apóstol más cumplido en la historia sino, más importante, le concediera la vida eterna. 

De una manera u otra todos nosotros somos en la misma situación del hijo en la parábola de Jesús y Pablo en la segunda lectura.  Todos nosotros hemos pecado.  Todos hemos rehusado a amar a nuestro prójimo.  Todos hemos hecho un acto de que nos avergonzaría si fuera conocido.  Pero Dios nos ha perdonado de modo que vivamos en su gracia.  No deberíamos olvidar nuestros pecados de modo que pretendamos que somos perfectos.  No deberíamos actuar como el hijo mayor en la parábola que anda resentido por el amor que su padre muestra a su hermano.  Más bien, que agradezcamos a Dios que no tenemos que llevar vergüenza por nuestros pecados y que compartamos con el pecador nuestro entendimiento.

El papa Francisco nos ha enseñado el modo de San Pablo y de todos discípulos de Jesucristo.  Él no se presenta como santo pródigo como Teresa de Calcuta.  Más bien se reconoce a sí mismo como pecador digno de sospecho.  A la misma vez nos aparece como hombre de la alegría porque Dios se le ha acogido con Su amor prodigioso.  Dios nos hará igual a cada uno de nosotros cuando nos recordemos que somos pecadores y nos volvamos a Él.  Dios nos amará con amor prodigioso.

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