VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO
(Habacuc
1:2-3.2:2-4; II Timoteo 1:6-8.13-14; Lucas 17:1-5)
Un
académico ha escrito varios libros sobre la ciencia y la fe. Sin embargo, admite que hay días cuando le
cuesta a creer. Se puede imaginarlo
rezando: “Auménteme la fe”. Una anciana de
noventa años ha asistido en la misa todos los domingos de su vida con pocas
excepciones por la enfermedad. Sin
embargo, ella se pregunta si existe la vida eterna. Ella también ora: “Auménteme la fe”. Encontramos a los apóstoles con esta misma
petición en el evangelio de hoy.
Jesús
acaba de decir a sus seguidores que tienen que perdonar siete veces si sus
ofensores se lo piden. La mayoría de
nosotros tenemos dificultad perdonar a una tal persona dos veces. A lo mejor si viene siete veces con la misma
petición para el perdón, pensaríamos que está burlándose de nosotros. Para aceptar este mandato de Jesús los
apóstoles necesitan mucha fe. Aunque
nosotros tenemos el mismo problema de perdonar, hay otras dificultades que nos retan
aún más. Vivimos en un tiempo de maravillas tecnológicas. ¿De qué bien es la vida eterna si la medicina
nos permite a vivir hasta cien años?
¿Qué sirve comunicarnos con los santos cuando podemos conversar cara a
cara con amigos al lado opuesto del mundo por Skype?
Tenemos
una respuesta a estas inquietudes en la segunda lectura. Dice que el Señor nos ha dado un espíritu “de
fortaleza, de amor y de moderación”.
Aunque las invenciones llaman mucho la atención, no son lo que realmente
valgan en la vida. Es la capacidad de
enfrentar los retos, de darse uno mismo por el bien del otro, y de vivir sin
extraviarse por el placer que hace la vida digna. Estos dones nos vienen por la fe en
Cristo. Al vivirlos, nos damos cuenta de
aun otro propósito de la fe. La bondad
de Dios no se termina con la muerte. Más
bien, Él sigue mostrándonos su bondad para siempre porque Él es más poderoso que
la muerte. Por esta razón también
nosotros rezamos con los apóstoles: “Auméntanos la fe”.
Dios no
nos niega la petición. Nos aumenta la fe
para que vivamos en paz y esperemos el Reino como nuestro destino. Pero el Señor es pronto a avisar a sus
discípulos que reciben estos dones no sólo por su propio bien sino también por
el bien de los demás. Dice que tienen
que servir humildemente como si fueran los siervos de uno y otro. Suena como una propuesta dura. Sin embargo, no tenemos que preocuparnos
porque Dios trata a sus siervos más que merecen. ¿Cuántas veces hemos escuchado historias como
ésta de una mujer que tenía tienda de artesanías en la frontera de México y los
Estados Unidos? Se reconocía esta mujer
por su generosidad a todos, tanto los ricos como los pobres que entraron en su
negocio. Cuando le preguntaron cómo
podía ser tan generosa, ella respondió que Dios siempre le devolvió mucho por
lo poco que ella le dio a los demás.
Sí nos
preguntamos de la vida eterna. Nos cuesta imaginar cómo es y qué sirve que uno existe
para siempre. Tal vez sea mejor que
enfoquemos en algo más palpable. Eso es
que Dios nos ama y nos ha puesto en entornos de amor como la familia, nuestras
amistades, la tradición católica.
Entonces creemos porque el amor
de Dios, que es más grande que la muerte, nunca acabará. Lo que exactamente nos aguarda en la vida
eterna no nos importa tanto. La única
cosa que importa es que Dios nos ha creado para ser amados y para amar. Dios nos ha creado para ser amados y para
amar.
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