El domingo, el 2 de octubre de 2016



VIGÉSIMO SÉPTIMO DOMINGO ORDINARIO

(Habacuc 1:2-3.2:2-4; II Timoteo 1:6-8.13-14; Lucas 17:1-5)



Un académico ha escrito varios libros sobre la ciencia y la fe.  Sin embargo, admite que hay días cuando le cuesta a creer.  Se puede imaginarlo rezando: “Auménteme la fe”.  Una anciana de noventa años ha asistido en la misa todos los domingos de su vida con pocas excepciones por la enfermedad.  Sin embargo, ella se pregunta si existe la vida eterna.  Ella también ora: “Auménteme la fe”.  Encontramos a los apóstoles con esta misma petición en el evangelio de hoy.

Jesús acaba de decir a sus seguidores que tienen que perdonar siete veces si sus ofensores se lo piden.  La mayoría de nosotros tenemos dificultad perdonar a una tal persona dos veces.  A lo mejor si viene siete veces con la misma petición para el perdón, pensaríamos que está burlándose de nosotros.  Para aceptar este mandato de Jesús los apóstoles necesitan mucha fe.  Aunque nosotros tenemos el mismo problema de perdonar, hay otras dificultades que nos retan aún más. Vivimos en un tiempo de maravillas tecnológicas.  ¿De qué bien es la vida eterna si la medicina nos permite a vivir hasta cien años?  ¿Qué sirve comunicarnos con los santos cuando podemos conversar cara a cara con amigos al lado opuesto del mundo por Skype? 

Tenemos una respuesta a estas inquietudes en la segunda lectura.  Dice que el Señor nos ha dado un espíritu “de fortaleza, de amor y de moderación”.  Aunque las invenciones llaman mucho la atención, no son lo que realmente valgan en la vida.  Es la capacidad de enfrentar los retos, de darse uno mismo por el bien del otro, y de vivir sin extraviarse por el placer que hace la vida digna.  Estos dones nos vienen por la fe en Cristo.  Al vivirlos, nos damos cuenta de aun otro propósito de la fe.  La bondad de Dios no se termina con la muerte.  Más bien, Él sigue mostrándonos su bondad para siempre porque Él es más poderoso que la muerte.  Por esta razón también nosotros rezamos con los apóstoles: “Auméntanos la fe”.

Dios no nos niega la petición.  Nos aumenta la fe para que vivamos en paz y esperemos el Reino como nuestro destino.  Pero el Señor es pronto a avisar a sus discípulos que reciben estos dones no sólo por su propio bien sino también por el bien de los demás.  Dice que tienen que servir humildemente como si fueran los siervos de uno y otro.  Suena como una propuesta dura.  Sin embargo, no tenemos que preocuparnos porque Dios trata a sus siervos más que merecen.  ¿Cuántas veces hemos escuchado historias como ésta de una mujer que tenía tienda de artesanías en la frontera de México y los Estados Unidos?  Se reconocía esta mujer por su generosidad a todos, tanto los ricos como los pobres que entraron en su negocio.  Cuando le preguntaron cómo podía ser tan generosa, ella respondió que Dios siempre le devolvió mucho por lo poco que ella le dio a los demás.

Sí nos preguntamos de la vida eterna. Nos cuesta imaginar cómo es y qué sirve que uno existe para siempre.  Tal vez sea mejor que enfoquemos en algo más palpable.  Eso es que Dios nos ama y nos ha puesto en entornos de amor como la familia, nuestras amistades, la tradición católica.  Entonces creemos porque  el amor de Dios, que es más grande que la muerte, nunca acabará.  Lo que exactamente nos aguarda en la vida eterna no nos importa tanto.  La única cosa que importa es que Dios nos ha creado para ser amados y para amar.  Dios nos ha creado para ser amados y para amar.

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