El domingo, 4 de diciembre de 2016



SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

(Isaías 11:1-10; Romanos 15:4-9; Mateo 3:1-12)



Cada año en los segundo y tercer domingos de Adviento el evangelio se enfoca en Juan Bautista.  Es curioso porque a veces ni menciona el nombre de Jesús.  En su lugar pone en relieve a este hombre salvaje del desierto.  Tenemos que preguntar: “¿Quién es este santo?” y “¿Por qué ronda el Adviento como un perrote en un depósito de chatarra?”

El Evangelio de Lucas implica que Juan es pariente de Jesús por María.  Sin embargo, no hay ni susurro de esta relación en el Evangelio de Mateo que escuchamos hoy.  Quizás nos parece rara esta falta de interés en la relación de sangre.  Pero lo que importa en los evangelios es la relación de agua y espíritu que produce la misma conciencia como la de Jesús.  Los bautizados tienen o, al menos, deberían tener su amor por los demás.

Nos llama la atención cómo el evangelio describe a Juan.  Lo retrata vestido en pelos de animales que no tienen que ser hilados.  Lo describe nutrido con langostas y miel silvestre que no tienen que ser cultivados.  En su manera de ver Juan vive completamente pendiente de Dios.  Juan no sólo es santo sino profético también.  Su mensaje, “’Arrepiéntanse porque el Reino de los cielos está cerca,’” da eco a los profetas de Israel.  Básicamente Juan está diciendo a la gente que tiene que reformarse o va a conocer la ira de Dios.

Según Juan vendrá uno que va a demostrar la furia de Dios.  Aunque Juan no parece como persona débil, dice que el que viene será más fuerte.  Él separará a los justos de los malvados llevando al primer grupo a la vida eterna y echando al segundo al fuego.  ¿Quién más puede ser este juez y verdugo que el Cristo?  Durante este tiempo de Adviento esperamos la venida del mismo Cristo que Juan anuncia aquí.  Anticipamos el final de los tiempos cuando Jesús regresará para reclamar a sus fieles para la vida eterna.

Aquí encontramos un problema.  Juan retrata a Cristo más como un castigador mientras nosotros lo esperamos como nuestro redentor.  De todo lo que sabemos de Jesús diríamos que cuando venga, producirá la harmonía entre los pueblos, no el llanto y lamento.  Por esta razón asociamos la primera lectura con el regreso de Jesucristo.  Cuando llegue, la pantera se acostará con el cabrito.  Hoy en día serán los adversarios – los rusos y los ucranios, la tribu tutsi y la tribu hutu, los árabes y los israelís  – que vivirán en la paz.  Posiblemente algunos que no querrán someterse a los modos de Cristo.  Pero por la mayor parte las gentes aprenderán de él gozosamente.  

Somos discípulos de Jesús, no de Juan Bautista.  Por eso nuestros modos deben ser de compasión y buena voluntad.  No echaremos piedras de rencor sino intentaremos suavizar a los duros de corazón con la bondad.  Podemos tomar como modelo  una comunidad de fe en que todos los miembros se comprometen a un “viaje interior” y un “viaje exterior”.  Para el “viaje interior” se esfuerzan a profundizar su amor para Dios.  Para “el viaje exterior” ayudan de modo concreto a los necesitados. 

Hay una pancarta destacando centenares de refugiados apiñados en una lancha.  Dice el título: “La única cosa más grande que el temor es la esperanza”.  La pancarta puede describir también a nosotros durante Adviento.  El temor interior de un mundo terminando con el fuego no nos abruma.  Más bien, la esperanza de un futuro de paz nos mueve al exterior.  Mostramos tanto a nuestros vecinos como a nuestros hijos la bondad de Jesús.  Mostramos a todos la bondad de Jesús.

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