VIGESIMOSEXTO DOMINGO ORDINARIO
(Ezequiel
18:25-28; Filipenses 2:1-11; Mateo 21:28-32)
Cuando
fue elegido, el papa Francisco hizo algo insólito. No ocupó los apartamentos papales en el Palacio
Apostólico como se esperaba. Más bien, hizo
su residencia en la Casa San Marta, que sirve como un albergue para visitantes
al Vaticano. Fue más que un gesto de la
humildad que caracteriza este papa. Fue
un testimonio vivo y continuo de su opción para acompañar a la gente. Él mismo dijo: “No puedo vivir solo. Debo vivir mi vida con los demás”. Se puede detectar esta misma postura en la
Carta a los Filipenses de que viene la segunda lectura hoy.
Aunque
es corta, la Carta a los Filipenses refleja a San Pablo con todas de sus
virtudes. Se presenta como un padre solícito
en la lectura presente. Dice: “…si ustedes me profesan un afecto entrañable, llénenme de alegría
teniendo todos una misma manera de pensar, un mismo amor…” En otra parte de la
carta Pablo se prueba como teólogo trinitario.
Escribe: “…los verdaderos circuncidados somos nosotros, los que adoramos
a Dios movidos por su Espíritu, y nos alegramos de ser de Cristo Jesús…” Sobre todo la Carta a los Filipenses pone en
manifiesto el gran amor de Pablo para Cristo.
Cuenta: “Lo que quiero es conocer a Cristo, sentir en mí el poder de su
resurrección, tomar parte en sus sufrimientos y llegar a ser como él en su
muerte…”.
Es evidente que se
motiva la carta algunas dificultades y tribulaciones en la comunidad. En primer lugar hubo la rivalidad entre los
cristianos mismos. Pablo menciona cómo
dos mujeres, Evodia y Síntique, que le ayudaron en la evangelización, ya no se llevan
bien. También indica que los paganos
persiguen a la comunidad como lo maltrataron a él y Silas cuando llegaron allá
por primera vez. Finalmente Pablo critica a
aquellos que profesan la fe en Cristo pero, no obstante, insisten en la
circuncisión judía.
Podemos ver semejantes
tensiones en nuestras comunidades cristianas hoy en día. Todavía hay algunos que sienten que sus
aportes valgan más que aquellos de los demás.
En una parroquia las Guadalupanas y las Carmelitas estaban criticando a
uno y otro hasta que el párroco les mandara a quitar la rivalidad. Pidió que las guadalupanas sirvieran el
desayuno a las carmelitas el dieciséis de julio y las carmelitas prepararan el
desayuno para las guadalupanas el doce de diciembre.
La crítica de la fe ciertamente
sigue en fuerza. Recientemente una
profesora de la ley propuesta como juez federal fue criticada por aceptar los
dogmas de la fe católica. Es como si
fuera un signo de irracionalidad mantener que la vida humana comienza con la
concepción y debe ser protegida desde entonces.
Finalmente hay católicos que insisten, como los judíos cristianos hicieron
en el primer siglo, que sus prácticas particulares garanticen la salvación. Sea
por asistir en la misa por nueve primeros viernes seguidos o sea por recibir
las cenizas en el primer día de la Cuaresma, dicen que tienen la fórmula para la
vida eterna.
Pablo nos da el
remedio para todos estos problemas cuando advierte en la lectura hoy: “Nada hagan por espíritu de rivalidad ni presunción; antes bien, por
humildad, cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo y no busque
su propio interés, sino el del prójimo.”
Él sabe que la única cosa que importa es Cristo, el conocimiento de Dios
encarnado. Porque Cristo era humilde y
solícito de los demás, nosotros tenemos que ser así. Nuestro premio para vivir así es el mismo
Cristo. Como dice Pablo en otra parte de
la carta: “…para mí la vida es Cristo y la muerte es ganancia.”
¿No querríamos ser miembros de esa
primera comunidad de cristianos en Filipos? Habríamos escuchado a Pablo
predicar de su amor para Cristo. Sí, pero
habría sido difícil porque habríamos tenido que dejar nuestra religión
tradicional y tal vez nuestras familias.
De todos modos nos quedamos con el gran reto de los filipenses: dejar las
rivalidades entre nosotros para proclamar el amor de Dios con la claridad. Nos queda el reto: proclamar el amor de Dios.
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