EL QUINTO DOMINGO ORDINARIO
(Job
7:1-4.6-7; I Corintios 9:16-19.22-23; Mark 1:29-39)
La
lectura de Job nos deja desconsolados, ¿no? Para el protagonista la vida es tan dura como
una banca de cemento. Como en las
maquilas, el hombre tiene que trabajar todo el día para poca recompensa. La noche no trae el alivio sino más dolores. Además, no dura mucho la vida. No se puede aguardar los días de júbilo. Cuando lleguen, se siente tan desgastado que
la muerte parezca cerca.
Esto es
el lamento de un hombre doliente. Muchos
enfermos hoy en día conocen el sentimiento.
Para aquellos con enfermedades graves la vida se vuelve en una cámara de
tortura. Quieren morirse, y les llama la
atención el suicidio asistido. Les
parece sólo razonable que el desahuciado tenga el derecho para poner un fin a
su sufrimiento con la ayuda de un médico.
Preguntan: “¿Es de quién la vida?”
No cabe
duda cómo Jesús respondería a la pregunta.
Lo encontramos en el evangelio como el opuesto de Job en la primera
lectura. Mientras Job se sienta en la
miseria, Jesús anda con toda energía. Los
evangelios de los últimos tres domingos describen un día en su vida. Hace dos semanas Jesús proclamó la buena nueva
y llamó a sus primeros discípulos. El
domingo pasado Jesús expulsó el espíritu inmundo. Hoy en el evangelio él sana a la suegra de
Simón y cura a muchos otros enfermos. El
pasaje de hoy incluye una huella de la fuente de su energía. Jesús se levanta en la madrugada para
rezar. Si fuéramos a preguntar a Jesús,
¿quién es el dueño de la vida?, sin duda respondería: “Dios, mi Padre, el
Creador”.
Quizás
los agnósticos querrán oponerse a Jesús.
Dirían algo como: “Pero si el enfermo no cree en Dios, seguramente
podría suicidarse si desea”. No es cierto. Pues, sea que cree en Dios o sea que no cree,
Dios existe. Además cada persona pertenece
a diversos grupos que llevan reclamos sobre él o ella. Somos miembros de una familia a quien debemos
el amor. Somos trabajadores de una
empresa que exige nuestro servicio. Somos
ciudadanos de una nación que nos reclama la participación al menos por los
impuestos y la votación. También existe
el temor razonable que si se les ayuda a los enfermos tomar sus propias vidas,
en tiempo será una expectativa. Entonces
serán aniquilados los enfermos pobres o los enfermos sin alguien para defender
sus derechos.
¿Qué
deberían hacer los enfermos tan agotados que han perdido el deseo de vivir? En primer lugar deberían pedir medicinas para
aliviar el dolor y la depresión. También podrían orar que Dios les socorra. Él es como un padre amoroso siempre listo
para ayudar a sus hijos. Pero si se
siente que el fin está cerca, podrían implorar a Dios que les llame a la
muerte. No es cuestión de desear el fin tanto como esperar una vida nueva. Pues nuestra fe enseña que los fieles tienen
un destino eterno.
Pero la
cuestión no es sólo lo que podrían hacer los enfermos sino también lo que
podríamos hacer nosotros para ayudarles.
Hace algunos años una pareja llevó su perro a los asilos de ancianos para
que los residentes lo toquen.
Evidentemente tocando a un animal manso es fuente de un consuelo para
los encerrados. Ciertamente nosotros
podremos hacer algo semejante aunque no sea más que visitar a residentes de los
asilos cada semana.