El domingo, 4 de febrero de 2018

EL QUINTO DOMINGO ORDINARIO

(Job 7:1-4.6-7; I Corintios 9:16-19.22-23; Mark 1:29-39)

La lectura de Job nos deja desconsolados, ¿no?   Para el protagonista la vida es tan dura como una banca de cemento.  Como en las maquilas, el hombre tiene que trabajar todo el día para poca recompensa.  La noche no trae el alivio sino más dolores.  Además, no dura mucho la vida.  No se puede aguardar los días de júbilo.  Cuando lleguen, se siente tan desgastado que la muerte parezca cerca.

Esto es el lamento de un hombre doliente.  Muchos enfermos hoy en día conocen el sentimiento.  Para aquellos con enfermedades graves la vida se vuelve en una cámara de tortura.  Quieren morirse, y les llama la atención el suicidio asistido.  Les parece sólo razonable que el desahuciado tenga el derecho para poner un fin a su sufrimiento con la ayuda de un médico.  Preguntan: “¿Es de quién la vida?” 

No cabe duda cómo Jesús respondería a la pregunta.  Lo encontramos en el evangelio como el opuesto de Job en la primera lectura.  Mientras Job se sienta en la miseria, Jesús anda con toda energía.  Los evangelios de los últimos tres domingos describen un día en su vida.  Hace dos semanas Jesús proclamó la buena nueva y llamó a sus primeros discípulos.  El domingo pasado Jesús expulsó el espíritu inmundo.  Hoy en el evangelio él sana a la suegra de Simón y cura a muchos otros enfermos.  El pasaje de hoy incluye una huella de la fuente de su energía.  Jesús se levanta en la madrugada para rezar.  Si fuéramos a preguntar a Jesús, ¿quién es el dueño de la vida?, sin duda respondería: “Dios, mi Padre, el Creador”.

Quizás los agnósticos querrán oponerse a Jesús.  Dirían algo como: “Pero si el enfermo no cree en Dios, seguramente podría suicidarse si desea”.  No es cierto.  Pues, sea que cree en Dios o sea que no cree, Dios existe.  Además cada persona pertenece a diversos grupos que llevan reclamos sobre él o ella.  Somos miembros de una familia a quien debemos el amor.  Somos trabajadores de una empresa que exige nuestro servicio.  Somos ciudadanos de una nación que nos reclama la participación al menos por los impuestos y la votación.  También existe el temor razonable que si se les ayuda a los enfermos tomar sus propias vidas, en tiempo será una expectativa.  Entonces serán aniquilados los enfermos pobres o los enfermos sin alguien para defender sus derechos.

¿Qué deberían hacer los enfermos tan agotados que han perdido el deseo de vivir?  En primer lugar deberían pedir medicinas para aliviar el dolor y la depresión. También podrían orar que Dios les socorra.  Él es como un padre amoroso siempre listo para ayudar a sus hijos.  Pero si se siente que el fin está cerca, podrían implorar a Dios que les llame a la muerte. No es cuestión de desear el fin tanto como esperar una vida nueva.  Pues nuestra fe enseña que los fieles tienen un destino eterno. 

Pero la cuestión no es sólo lo que podrían hacer los enfermos sino también lo que podríamos hacer nosotros para ayudarles.  Hace algunos años una pareja llevó su perro a los asilos de ancianos para que los residentes lo toquen.  Evidentemente tocando a un animal manso es fuente de un consuelo para los encerrados.  Ciertamente nosotros podremos hacer algo semejante aunque no sea más que visitar a residentes de los asilos cada semana.

¿Qué debemos al otro en la sociedad?  Como cristianos quisiéramos responder “el amor”.  Pero ¿qué es el mínimo que le debemos como conciudadanos?  ¿No es que no le hagamos mal?  Y esto es precisamente en juego cuando algunos hablan del suicidio asistido.  El valor de la vida de todos se disminuye un poco cuando se elimine la vida de uno.  Para defender la dignidad de todos la Iglesia insiste que no se permita la eliminación  de ninguno.

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