EL VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO ORDINARIO
(Sabiduría
7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)
En un
cine un mafioso ofrece a un padre de familia $150 por semana. El gánster quiere
mostrar su agradecimiento a la familia de un niño que le ayudó. El niño no contó al policía que vio al hombre
disparar a otra persona. Sin embargo, el
padre rechaza la oferta porque sabe cómo se obtuvo el dinero. No quiere meterse en la red mortífera del
vicio. El padre se prueba sabio como hace
Jesús en el evangelio hoy.
De la
primera lectura sabemos el valor de la sabiduría. Vale más que tierras y aún reinos porque ella
conlleva todos tipos de riquezas. No
solamente cosas materiales vienen a los sabios sino también recursos
espirituales. Si vivimos con la sabiduría,
nosotros también tendremos la paz en la mente, el bien en el corazón, y el
destino de la vida eterna.
Para
apreciar el significado de la segunda lectura hay que recordar una cosa
importante. Al final de cuentas la Palabra de Dios no se escribe en una página
sino se encuentra en un hombre. Pues la
Palabra de Dios en primer lugar es Jesucristo, el Hijo de Dios. Sus palabras penetran al alma juzgándonos,
perdonándonos, y moviéndonos a hacer lo perfecto. Esto es exactamente lo que pasa al rico en el
evangelio.
El rico
se acerca a Jesús con prisa. Tal vez sea un hombre de negocios con muchos
quehaceres y poco tiempo. Le saluda a
Jesús con la frase, “Maestro bueno”, pero no se da cuenta del significado de sus
palabras. Jesús se muestra como sabio cuando
responde que sólo Dios es bueno. Pero el
rico no tiene concepto adecuado de Dios como veremos en un minuto. Sigue con la pregunta a Jesús que tiene que
hacer para alcanzar la vida eterna. Como
buen hombre de negocios, quiere determinar su objetivo y hacer un plan para
obtenerlo.
Jesús le
responde con los Diez Mandamientos, el camino seguro de complacer a Dios. Sin embargo, en el principio le cita sólo los
mandamientos que tienen que ver con el prójimo.
A veces se dice que estos siete mandamientos comprenden “la segunda
tabla de la Ley”. Cuando el hombre dice que
ha cumplido todos estos mandamientos, Jesús muestra su sabiduría una vez
más. Le presenta la “primera tabla” que
toca el amor para Dios en modo indirecto.
En lugar de preguntar si ama a Dios sobre todo, le reta a probar este
amor. Le manda a dejar sus riquezas para
predicar junto con él el Reino de Dios.
Para el hombre amar a Dios de modo que se sacrifiquen todas sus pertenencias
constituye precio demasiado caro. Deja a
Jesús tal vez desilusionado pero no completamente sorprendido.
Los
discípulos de Jesús tienen dificultad entender cómo los ricos no se salven. Pues para ellos los ricos son la gente con
recursos para ofrecer sacrificios y dar limosnas. Casi se puede escuchar a los discípulos
murmurando: “¿No son estos las obras de la salvación?” Sin embargo, ayudar a los demás y hacer
sacrificios pueden ser sólo tácticas para apaciguar a Dios y no necesariamente signos
del amor verdadero a Dios. Si vamos a
ser dignos del Reino de Dios, tenemos que esperar en el Señor como lo hacen los
pobres fieles.
Al final
del pasaje los discípulos hacen el interrogante: “¿…quién puede salvarse?” Podemos responderles: “Todos de nosotros”. Pero antes de que experimentemos la vida
eterna tenemos que hacernos tan dependientes en Dios como es un bebé en sus
padres. ¿Por qué? Porque la vida eterna consiste en dejar atrás
las ilusiones de los grandes en este mundo para conocer el amor sobreabundante
de Dios. La vida eterna consiste en
conocer el amor de Dios.
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