EL TRIGÉSIMA SEGUNDO DOMINGO
ORDINARIO
(I Reyes 17:10-16; Hebreos 9:24-28; Marcos 12:38-44)
Hoy en día cada persona quiere ser reconocida
como individuo. Todo hombre y mujer quiere
que los demás le identifiquen por su tatú, por su corte de pelo, por su modo no
apropiado de hablar, o por otra cosa particular. Por la mayor parte, no quiere participar en
grupos más organizados que los fanáticos de su equipo de fútbol. No quiere ser miembro de los Caballeros de
Colón, de las Guadalupanas, o aun del sindicato. Ciertamente la persona contemporánea está
ocupada. Y eso es parte del
problema. Porque quiere vivir con todas
las conveniencias de los ricos, trabaja demasiado. Se olvida de que la riqueza más satisfaciente
es la red de relaciones, particularmente su relación con el Señor.
Se puede tener una vislumbre de este tipo de
comportamiento en el evangelio. Los
escribas andan buscando la admiración de todos.
Llevan ropajes grandiosos y toman los puestos más altos para que otras
personas los vean como importantes.
Viven ni para Dios ni para otras personas sino para sí mismos.
En contraste hay la viuda. Es pobre y humilde. No tiene nada más en toda su posesión que dos
moneditas. Se supondría que las gaste
por su propio bien – tal vez para comprar un dulce o colorete para sus
mejillas. Pero ella no piensa como la mayoría de la
gente. Echa las dos moneditas en la
alcancía del Templo para glorificar a Dios.
Cuando regrese a la casita donde vive, ella tendrá que relacionarse con
otras personas para sobrevivir. Tal vez
pida un pedazo de pan de un vecino y algún queso del otro. Quizás piense que puede lavar ropa para que
tenga algo para dar al Templo en la próxima semana.
No cabe duda a lo cual Jesús favorece. No sólo pronuncia un elogio por la viuda sino
también la imitará. Dentro de poco Jesús
va a estar echando en la cruz “’todo lo que tenía para vivir’”. En esta acción aún más que en su encarnación
Jesús estará uniéndose con la humanidad.
La segunda lectura de la Carta a los Hebreos explica que Jesús lo hará
“para quitar los pecados de todos”. Es
su solidaridad con la gente en la muerte, que no mereció, que nos permite vivir
con la esperanza. Por acercarse a
nosotros en todo, incluyendo la muerte, nos creó un destino de la gloria.
El sacrificio de Jesús es como aquel de una
mujer embarazada que contrajo el cáncer del útero hace varios años. Para curar el cáncer la mujer pudiera haber
tenido el útero quitado. Pero tal
sugería habría significado la pérdida de su bebé. Para asegurar la vida de su hijo, la mujer
esperaba hasta que naciera él. Desgraciadamente
por entonces el cáncer había desarrollado tanto que quitó su vida. Pero su hijo sobrevivió la ordalía hasta,
presumo, el día hoy.
De alguna manera tenemos que seguir a Jesús. Como él se identificó con nosotros por su
muerte, tenemos que identificarnos con él por el cuidado de los demás. El problema no es que no haya organizaciones
e individuos pidiendo ayuda. Estos
sobran. La dificultad se encuentra en
nuestro corazón. La mayoría de
nosotros están contentos de sentarse
delante del televisor toda la noche. La
mayoría de nosotros preferían ser conocidos como importantes que serviciales. A la mayoría de nosotros les gustan las “me gustas”
de “amigos” en Facebook que las “gracias” de personas que hemos ayudado.
Sería bueno mantener en cuenta la primera
lectura. Cuando la viuda da al profeta
el pancillo que pidió, recibe la promesa de no faltar los alimentos hasta que
el Señor mandé la lluvia. La promesa a
nosotros por seguir a Jesús es aún más impresionante. Nos promete la vida eterna. Dios nunca abandonará a aquel que lo sirva. Más bien lo recompensará con la vida eterna.
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