EL SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO
(Isaías
62:1-5; I Corintios 12:4-11; Juan 2:1-11)
Las
bodas del príncipe de Inglaterra con la estrella de Hollywood eran uno de los
eventos más celebrados el año pasado.
Veintenas de millones de personas las miraron por la televisión. Pero para nosotros cristianos esas bodas no tuvieron
ni un millonésimo de la importancia de las bodas de Caná. Pues ellas llamaron la atención por un
momento pasajero. Las bodas de Caná
tienen ramificaciones por la eternidad. Por
explorar sus temas podemos apreciar cómo Dios nos prepara para ambas la vida terrena
y la vida eterna.
Las
bodas son más que una fiesta.
Representan la unión entre familias tanto como entre personas. También son profundamente orientadas al futuro
con la esperanza de hijos. Con estos dos
propósitos en cuenta Jesús escoge las bodas para el primer signo indicando su
naturaleza divina.
Se puede
decir que la encarnación tiene el sentido de bodas. Pues significa la unión entre el cielo y la
tierra. Por haber nacido en carne y hueso
entonces, Jesús creó una relación sólida entre la familia de Dios y la familia
humana. La primera lectura del libro del profeta Isaías predice este evento con
imágenes de matrimonio. El profeta conseja a Israel que no se acongoje más
porque el Señor vendrá para desposarse
con ello. Quedará con el pueblo para apoyarlo
vivir con la justicia. Así Jesús ha
llegado para fortalecernos contra los vicios.
Antes de
tratar cómo la unión de Dios con la humanidad afecta el futuro, que
consideremos el vino. Un salmo nota cómo
el vino “alegra el corazón del hombre” (104,15). De hecho, el vino se ha hecho en símbolo de
la alegría. Aquí Jesús no sólo produce el
vino sino “el vino mejor”. Es la
felicidad de la vida, no sólo para ahora sino para siempre. De esta manera podemos entender el truque del
agua en el vino como cambio de nuestra naturaleza. Jesús nos hace en hijos adoptados de Dios de
modo que la muerte no nos aniquile. Por
unirnos con él tendremos un futuro sin fin.
Alcanzamos
esta unión cuando ponemos la fe en Jesús.
El evangelio cuenta de dos grupos mostrando la fe. El primero consiste de sola una persona: la
madre de Jesús. Ella cree en su hijo aun
cuando él se aleja de ella. En el pasaje
no le llama “mamá” y le responde a su intervención con la pregunta fría: “’¿qué
podemos hacer tú y yo?’” No obstante, ella dice a los sirvientes con confianza
absoluta: “’Hagan lo que él les diga’”. El segundo grupo poniendo su fe en
Jesús es sus discípulos. Llegan a su planteamiento cuando lo ven cambiando el
agua al vino.
Nosotros
quedamos entre estos dos grupos. No
hemos visto cambios de agua en vino, pero hemos atestiguado cambios de la actitud. Una religiosa reporta recibiendo la llamada gozosa
de una compañera de clase en sus cumpleaños.
Dice que en el pasado la compañera se quejaba siempre con una crítica para
todo. Entonces, tocada por la gracia,
cambió de perspectiva. Ahora tiene una actitud muy positiva. A lo mejor cada uno
de nosotros podemos percibir un tal cambio en nuestras propias vidas. Tal vez como niños fuéramos consentidos con un
enfoque exclusivamente en nosotros mismos.
Sólo por la gracia de Dios hemos crecido en adultos responsables por el
bien de todos. Nuestra fe no es tan comprehensiva como la de María. Ni es basada en la experiencia directa como
la de los discípulos. Sin embargo, vale para
unirnos con Cristo.
Una vez
una mujer estaba postulada para la presidencia de una organización nacional católica. Tenía a una amiga de años atrás cuando habían
vivido en la misma parroquia en otra ciudad.
Cuando la amiga se enteró de la elección, viajó al capital para hacer campaña
por la candidata. Su entusiasmo era tan
convincente que ganó la mujer. El
evangelio de las bodas de Caná quiere relatar una historia semejante. Jesús ya está con nosotros. Con él vamos a ganar la lucha de la
vida. Con él conquistaremos los vicios de
nuestra naturaleza humana. Con él
tendremos el destino de su naturaleza divina.
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