EL QUINTO DOMINGO DE PASCUA
(Hechos
14:21-27; Apocalipsis 21:1-5; Juan 13:31-33.34-35)
Hace dos
semanas el Papa Francisco estuvo en la primera plana de nuevo. Sin embargo, esta vez no era porque había
hablado a millones de gente. No, era
porque algunos sacerdotes y teólogos lo han acusado de la herejía. La noticia conformaba con otra publicidad
negativa que la Iglesia ha recibido recientemente. Las medias han dicho mucho acerca del
escándalo de los obispos escondiendo el abuso clerical de los niños. También reportan la fuga continua de jóvenes
de la fe. La situación se ha hecho tan
difícil que escuchemos la primera lectura con sentimientos de nostalgia.
La
lectura describe cómo Pablo y Bernabé fundaron las comunidades de fe entre los
paganos. Su predicación atrajo a muchos.
Entonces designaron a presbíteros para
mantener la fe cuando se marcharon. Además
el pasaje señala cómo los dos misioneros se agotaron a sí mismos viajando de
comunidad a comunidad. Si estuviéramos a
preguntarles por qué trabajaron tan incansablemente, nos habrían respondido que
lo hicieron por el Señor. Jesús los había
enviado a todas partes para predicar el amor de Dios.
En el evangelio
Jesús comienza su último discurso a sus discípulos. Dice que “ha sido glorificado el Hijo del
hombre” porque Judas acaba de salir para poner en marcha los eventos de su
Pasión. Por el sufrimiento que él
aguantará, el mundo verá la inmensidad del amor de Dios. Sin embargo, este amor no será puesto en un
estante demasiado alto para los discípulos a alcanzar. No, Jesús manda que los discípulos lo
practiquen entre sí mismos. Sacrificar
el bien propio por lo del otro se hará aun la marca para identificar al
cristiano. Más adelante en el discurso
Jesús dirá que los frutos producidos por sus discípulos glorificarán a Dios.
Para
poner el mandamiento del amor en práctica los discípulos necesitarán al Espíritu
de Jesús. Este es el más grande de los
dones que Jesús ofrece. Recibirán al Espíritu
Santo con la muerte de Jesús en la cruz.
Por nuestra participación en la Eucaristía recibimos al mismo Espíritu. Él nos habilita a amar como Jesús. Con el Espíritu Santo nosotros también
podemos sacrificarnos por los demás.
Como ejemplo
se pueden apuntar los diecinueve mártires beatificados en Argelia el diciembre
pasado. Incluido en el grupo fue un
obispo. El monseñor Pierre Claverie era
conocido por su amor para todos que lo rodeaban. Cuidaba a los católicos franceses que quedaban
en Argelia después de la independencia.
Más impresionante era su preocupación de los musulmanes que forman la
gran mayoría del país. Fue tan grande su
amor que en su funeral los musulmanes llenaron la catedral diciendo que él era
su obispo también.
Con el
Espíritu la Iglesia no tiene que angustiarse sobre los retos contemporáneos. Ella ha superado crisis aún más peligrosas en
el pasado. En los primeros siglos la
Iglesia sufrió varias olas de persecución causando miles de mártires. Entonces en el tiempo después de la
Ilustración muchos intelectuales y estadistas dejaron la práctica de la
fe. Pero la Iglesia siempre ha emergido
de las dificultades más fuerte por la acción del Espíritu Santo.
Quedamos
con una pregunta: ¿nosotros vamos a participar en la victoria de la Iglesia por
sacrificarnos por el bien de los demás? O, quizás, escogeremos a quedar
viviendo sólo por nuestro propio bien.
Tenemos una vislumbre de la victoria en la lectura del Apocalipsis. El vidente ve una ciudad de amor descendiendo
del cielo a la tierra. Creemos que esto
se sucederá al final de los tiempos.
Seamos vivos o seamos resucitados de entre los muertos cuando el cielo
venga, queremos ser parte de ese evento.
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