El domingo, 19 de mayo de 2019


EL QUINTO DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 14:21-27; Apocalipsis 21:1-5; Juan 13:31-33.34-35)


Hace dos semanas el Papa Francisco estuvo en la primera plana de nuevo.  Sin embargo, esta vez no era porque había hablado a millones de gente.  No, era porque algunos sacerdotes y teólogos lo han acusado de la herejía.  La noticia conformaba con otra publicidad negativa que la Iglesia ha recibido recientemente.  Las medias han dicho mucho acerca del escándalo de los obispos escondiendo el abuso clerical de los niños.  También reportan la fuga continua de jóvenes de la fe.  La situación se ha hecho tan difícil que escuchemos la primera lectura con sentimientos de nostalgia. 

La lectura describe cómo Pablo y Bernabé fundaron las comunidades de fe entre los paganos.  Su predicación atrajo a muchos.  Entonces designaron a presbíteros para mantener la fe cuando se marcharon.  Además el pasaje señala cómo los dos misioneros se agotaron a sí mismos viajando de comunidad a comunidad.  Si estuviéramos a preguntarles por qué trabajaron tan incansablemente, nos habrían respondido que lo hicieron por el Señor.  Jesús los había enviado a todas partes para predicar el amor de Dios.

En el evangelio Jesús comienza su último discurso a sus discípulos.  Dice que “ha sido glorificado el Hijo del hombre” porque Judas acaba de salir para poner en marcha los eventos de su Pasión.  Por el sufrimiento que él aguantará, el mundo verá la inmensidad del amor de Dios.  Sin embargo, este amor no será puesto en un estante demasiado alto para los discípulos a alcanzar.  No, Jesús manda que los discípulos lo practiquen entre sí mismos.  Sacrificar el bien propio por lo del otro se hará aun la marca para identificar al cristiano.  Más adelante en el discurso Jesús dirá que los frutos producidos por sus discípulos glorificarán a Dios.

Para poner el mandamiento del amor en práctica los discípulos necesitarán al Espíritu de Jesús.  Este es el más grande de los dones que Jesús ofrece.  Recibirán al Espíritu Santo con la muerte de Jesús en la cruz.   Por nuestra participación en la Eucaristía recibimos al mismo Espíritu.  Él nos habilita a amar como Jesús.  Con el Espíritu Santo nosotros también podemos sacrificarnos por los demás.

Como ejemplo se pueden apuntar los diecinueve mártires beatificados en Argelia el diciembre pasado.  Incluido en el grupo fue un obispo.  El monseñor Pierre Claverie era conocido por su amor para todos que lo rodeaban.  Cuidaba a los católicos franceses que quedaban en Argelia después de la independencia.  Más impresionante era su preocupación de los musulmanes que forman la gran mayoría del país.   Fue tan grande su amor que en su funeral los musulmanes llenaron la catedral diciendo que él era su obispo también.

Con el Espíritu la Iglesia no tiene que angustiarse sobre los retos contemporáneos.  Ella ha superado crisis aún más peligrosas en el pasado.  En los primeros siglos la Iglesia sufrió varias olas de persecución causando miles de mártires.  Entonces en el tiempo después de la Ilustración muchos intelectuales y estadistas dejaron la práctica de la fe.  Pero la Iglesia siempre ha emergido de las dificultades más fuerte por la acción del Espíritu Santo.

Quedamos con una pregunta: ¿nosotros vamos a participar en la victoria de la Iglesia por sacrificarnos por el bien de los demás? O, quizás, escogeremos a quedar viviendo sólo por nuestro propio bien.  Tenemos una vislumbre de la victoria en la lectura del Apocalipsis.  El vidente ve una ciudad de amor descendiendo del cielo a la tierra.  Creemos que esto se sucederá al final de los tiempos.  Seamos vivos o seamos resucitados de entre los muertos cuando el cielo venga, queremos ser parte de ese evento.

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