El domingo, 26 de mayo de 2019


EL SEXTO DOMINGO DE PASCUA

(Hechos 15:1-2.22-29; Apocalipsis 21:10-14.22-23; Juan 14:23-29)


Este lunes los americanos celebran el Día de los caídos en guerra.  Desde la presidencia de Abraham Lincoln ha sido el tiempo designado para honrar a los soldados muertos.  Siempre ha habido hombres y, en tiempos más recientes, mujeres que murieron en la batalla.  Los investigadores a veces preguntan a los soldados: ¿por qué ustedes están dispuestos a sacrificar sus vidas?  A lo mejor la respuesta más común sorprende a la mayoría de la gente.  No es por la patria ni por sus familias en casa.  No, la mayoría de los soldados dicen que darían sus vidas por sus compañeros de armas.  En otras palabras, se sacrificarían a sí mismos por el bien de uno y otro.  Jesús exige este tipo de camaradería en el evangelio de hoy.

Jesús acaba de mostrar su amor para los discípulos en el lavamiento de pies.  Este gesto de servicio indicó cómo los discípulos deberían amar unos a otros.  Para Jesús el amor se expone por una gama de obras ambos materiales y espirituales para el otro.  Si la otra persona tiene hambre o está internado, entonces le alimentaremos o lo visitaremos por el amor.  Si está triste o expresa dudas, entonces el amor nos moverá a alegrarle o hablarle sobre la bondad de Dios. 

Vemos a los apóstoles poniendo el bien del otro primero en la primera lectura.  No imponen la circuncisión en los gentiles como era su costumbre entre sí mismos.  Se han dado cuenta de que la circuncisión es repugnante a aquellos que no son acostumbrados a la práctica.  Sin embargo, insisten que el propósito de la circuncisión sea cumplido.  Por mandar a los gentiles que se abstengan de la fornicación, los apóstoles defienden la ley de la Alianza cuyo signo es la circuncisión.

Para permitirnos hacer obras de amor Jesús promete la ayuda más grande que se puede imaginar.  Dice que a aquellos que le aman recibirán a él y su Padre como huéspedes.  No está hablando de una visita sino de una morada permanente.  Pensémonos por un momento en las amistades de la juventud.  ¡Cómo apreciábamos a nuestros compañeros entonces!  Sentíamos tan contentos que habríamos hecho cualquiera cosa por ellos.  Del mismo modo Jesús y su Padre con el Espíritu Santo se nos acuden.  Pero estos compañeros no son nunca caprichosos.  No nos permitirán desviar del camino recto como a veces nuestros compañeros de juventud hicieron. Más bien el Padre y el Hijo nos establecen en la justicia.

Como obsequio para hacer frente a los retos que vienen, Jesús nos concede su paz.  Esta paz es distinta de cualquier otra que se puede experimentar.  Ella no nos abandona como el alivio del dolor una vez que la medicina se diluya en el cuerpo.  Más bien su paz es tan permanente como el mar que siempre está allí para calmar nuestras inquietudes.  A lo mejor era con esta paz que un médico, Wyatt Goldsmith, hizo tres giras de servicio en Irak y Afganistán como militar estadounidense.  Desgraciadamente en la tercera gira Goldsmith fue matado por una granada cuando estaba tratando a un soldado afgani herido. Goldsmith es una de los caídos en guerra que se honran en los Estados Unidos mañana. 

Las primeras palabras de Jesús a sus discípulos la noche de su resurrección son, “La paz esté con ustedes”.  Los discípulos estaban escondiéndose por miedo de los judíos.  Ya reciben el Espíritu Santo que les traen la paz absoluta.  Pero la paz de Jesús no es un regalo personal de modo que se pueda guardarla sólo por satisfacción propia.  No, habiéndose dado la paz, los discípulos tienen que salir del escondite.  Han recibido su misión de reconciliar al mundo con Dios.  Nosotros también hemos recibido la paz con un propósito semejante.  Siendo el lugar del Padre y del Hijo, hemos de salir del yo para hacer obras de amor por los demás. Hemos de salir del yo para hacer obras de amor.

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