El domingo, 7 de julio de 2019


DECIMOCUARTO DOMINGO ORDINARIO

(Isaías 66:10-14, Gálatas 6:14-18; Lucas 10:1-9)

En el primer año de su pontificado el papa Francisco escribió “La alegría del evangelio”.  Era su intento de explicar el gran tema de sus predecesores para nuestros tiempos.  El papa San Pablo VI introdujo la “evangelización” como la esencia de la Iglesia.  El papa San Juan Pablo II hablaba de la “nueva evangelización”.  Dijo que es nueva en “su ardor, sus métodos, y su expresión”.  Y el papa Benedicto propuso la idea llamativa de “re-proponer” el evangelio.  Eso es, llamar a casa a aquellos que han dejado creer en la Iglesia. 

Siguiendo estas ideas, el papa Francisco escribió que todos los bautizados deberían considerarse como “discípulos misioneros”.  Somos en primer lugar discípulos de Jesús siempre aprendiendo de él.  Nos enseña cómo amar y cómo contar a los demás del amor de Dios.  Escuchamos en el evangelio hoy su enseñanza más desarrollada sobre la evangelización.

Hay que darse cuenta que esta lección es dirigida a los setenta y dos.  Anteriormente Jesús dio instrucciones similares a los doce apóstoles.  Ahora quiere incluir a todo el mundo en la misión.  Este envío de discípulos anticipa la proclamación a gentes de todas naciones congregadas en Jerusalén el día de Pentecostés.  No es necesario que seamos ricos, educados, o bien conectados para ser incluidos.  Al contrario, Jesús quiere que sus evangelizadores “no lleven ni dinero, ni morral, ni sandalias y no se detengan a saludar a nadie”. 

El mensaje será de la paz y la alegría porque trata del amor de Dios para la gente.  Este amor no es de sueños sino de la caridad y gracia que muestran los discípulos misioneros.  Willie y Linda Sosa viven en una ciudad pequeña al oeste de Texas.  Por triente años han atravesado el estado llevando su mensaje del amor de Dios.  No tienen mucho en su casa pero si los visitáramos, recibiríamos una taza de café con una buena escucha.  Llenan a todos con la esperanza que Cristo, el Víctor sobre todo mal, ha dado.

La primera lectura refleja el júbilo de los evangelizadores tanto como cualquier otro pasaje bíblico.   Dice que Dios ha convertido el luto del pueblo en alegría.  En este caso la gente se regocija del regreso de los ciudadanos de Jerusalén del cautiverio.  Nosotros cristianos tenemos aún más para celebrar.  Cristo ha resucitado de la muerte.  Ha prometido cómo iba a volver a la vida corpórea a los muertos que lo escuchaban.

Aunque esto es “buena noticia”, no es aceptada así en todas partes.  Después de haber hecho carrera de la evangelización San Pablo escribe de sus dificultades.  Dice en la segunda lectura que ha sido crucificado con Cristo.  En otras cartas Pablo describe sus tribulaciones: angustias, golpes y cárceles.  Todavía existen persecuciones de cristianos.  Se dice que hay más martirio ahora que nunca en la historia.  Sin embargo, no es probable que nosotros suframos físicamente por hablar de Jesucristo.  Más bien la única pena que tengamos por contar con los demás de Jesús es el rechazo de otras personas.  Pero ¿qué es esto en comparación con la necesidad de nuestro tiempo para escuchar del amor de Dios encontrado en Cristo?

¿Qué nos da tanto gusto en ser discípulos misioneros?  Sin duda el gusto incluye la esperanza de la vida con Cristo para siempre.  También nos gozamos de estar en la compañía de personas profundamente buenas que forman la Iglesia.  Sobre todo tenemos la alegría por recibir no solo una taza de café sino el cuerpo y sangre de Cristo.  Nos gozamos por haber recibido la vida de Cristo.

El domingo, 30 de junio de 2019


EL DECIMOTERCER DOMINGO ORDINARIO, 30 de junio de 2019

(I Reyes 19:16.19-21; Gálatas 5:1.13-18; Lucas 9:51-62)


Al 4 de julio del año 1776 los representantes de las trece colonias norteamericanas ratificaron la Declaración de Independencia.   El documento listó las quejas de los colonos contra el rey de Inglaterra.  Dijo que normalmente la gente tiene que aguantar las injusticias de su gobierno.  Pero – continuó – cuando las injusticias crean una situación de despotismo, la gente tiene el derecho de formar una nación nueva.  Así nacieron los Estados Unidos.  Sin embargo, los líderes de la nación nueva sabían que la libertad no puede continuar por mucho tiempo sin la virtud de la gente.  El primer presidente de la república George Washington dijo: ambas la religión y la moralidad son necesarias para la prosperidad política.  Hasta el día hoy los americanos cantan: “Confirma tu alma en el autodominio, tu libertad en la ley”. En la segunda lectura hoy san Pablo dice algo muy parecido. 
               
Pablo cuenta a los gálatas: “Conserven, pues, la libertad y no se sometan de nuevo al yugo de la esclavitud”.  Pablo conoce bien el corazón humano.  Sabe de su tendencia a volver cosas buenos en vicios.  Se da cuenta de que la libertad puede volverse en el libertinaje, una forma de esclavitud.  Por esta razón, vemos a los adictos no como personas libres sino esclavos a las drogas. 

En nuestros tiempos parece que la gente es pegada particularmente a los vicios de la codicia, la lujuria, y la ira. Pocos están contentos con su salario. Si se fuera a preguntar: ¿cuánto dinero es suficiente para ti?  Casi todo el mundo respondería,  “Un poco más”.  La lujuria impregna nuestro entretenimiento como la contaminación impregna el aire cerca una carretera en agosto.  Es difícil evitarla.  Y la mayoría piensan que tienen el derecho de sentirse airados aun sobre cosas pequeñas.  A veces me capto a mí gritando al otro chofer por manejar su coche lentamente.  Pablo reduce todos estos vicios a uno, el egoísmo. 

Para combatir el egoísmo Pablo exhorta que la gente se deje a ser guiada por el amor del Espíritu Santo.  El amor verdadero nos forma el corazón para ser como lo de Dios. Una persona llamada Miguel describe cómo el amor lo rescató de la trampa de alcohol y drogas.  Dice que cuando tomaba, regularmente mentía a sus amigos y familiares.  Añade que bebiendo le hizo evitar el hecho que estaba arruinando su vida.  Un día, trató de llevar su bicicleta en la playa y se atascó en la arena.  Se dio cuenta que su situación reflejó su vida y que no podía continuar así.  Llamó a sus padres y sus mejores amigos para confesar su tontería.  No le rechazaron sino le prometieron su apoyo.  Encontró a un grupo de doce pasos y desde entonces no ha tomado ni un trago.  Ahora él ayuda a otros alcohólicos en su viaje a la reforma. 

El evangelio muestra cómo la superación del egoísmo es necesaria para ser discípulo de Jesús.  Contra la codicia Jesús advierte que el discípulo tiene que acostumbrarse de no tener ni una almohada para reclinar la cabeza.  Contra la lujuria dice que el Reino de Dios tiene prioridad sobre todas las otras cosas incluso la familia.  Y contra la ira Jesús reprende a Santiago y Juan cuando en su furia quieren bajar fuego en los samaritanos.  Se puede cumplir estas exigencias sólo con el amor.

Se dice que el corazón humano nunca queda contento.  Como un abismo sin fondo, no se puede llenarlo.  Tal vez es así con el corazón que no conoce el amor del Espíritu Santo.  Sin embargo, el corazón bajo el Espíritu tiene una experiencia distinta.  Reconoce los límites que necesitamos hacia las cosas buenas para que no se conviertan en vicios.  Aprecia la libertad de modo que no se vuelva en el libertinaje.  Reconoce la necesidad de tratar a todos con el amor. 

El domingo, 23 de junio de 2019


LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

(Génesis 14:18-20; I Corintios 11:23-26; Lucas 9:11-17)


De vez en cuando me pasa algo chocante en la fila de la Santa Comunión.  Una persona se me acerca con su mano extendida.  Mostrándole la hostia, le digo: “El Cuerpo de Cristo”.  Ella responde, “Amen”.  Entonces arrebata la hostia de mi mano como si fuera una manzana de un árbol.  Tal acción es más que la falta de buenas modales.  Es evidencia de un malentendido de la Eucaristía.  Sea en la mano o sea en la lengua, el modo correcto es recibir la hostia, no tomarla.  Aprendemos esto y más de las tres lecturas de la misa hoy.

En la primera lectura Abram acaba de vencer a varios reyes que habían tomado las posesiones de él junto con su sobrino Lot.  Entonces viene el rey Melquisedec que es también sacerdote.  Él ofrece un sacrificio de pan y vino a Dios de parte de Abram.  El guerrero quiere agradecer al Señor por haber recuperado todo lo que había perdido.  Abram no toma por dado el sacrificio sino le paga al sacerdote.  Le da el diezmo (la décima parte) de todo lo que había rescatado. 

Se ha comparado Jesús con Melquisedec porque con ambos hombres los orígenes de sus sacerdocios son desconocidos.  En la segunda lectura Jesús, también como Melquisedec, ofrece a Dios un sacrificio de pan y vino.  San Pablo está narrando la historia para criticar a los corintios por no compartir entre todos los alimentos del sacrificio en sus reuniones.  Evidentemente los ricos tomaban para sí mismos las porciones más grandes dejando casi nada de comer para los pobres.  Pablo recuerda a la comunidad que no es meramente una comida que están compartiendo.   Es una participación del cuerpo y sangre de Cristo “hasta que vuelva”.  Los corintios tienen que quedarse fieles a Cristo porque vendrá de nuevo con la salvación.

En la primera lectura se ofrecen el pan y el vino con miras a eventos pasados.  En la segunda lectura el mismo ofrecimiento está hecho con el futuro en cuenta.  El evangelio hace hincapié en el momento presente.  Se les encuentra a Jesús y sus discípulos con una multitud de personas aisladas en el campo.  Se hace tarde y la gente necesita de comer.  En lugar de despedirlas para que cada uno busque su propio pan Jesús quiere proveérselo. Con su bendición sobre los cinco panes y dos pescados los alimentos se multiplican.  Entonces Jesús les da los alimentos a sus discípulos para que sean distribuidas a la gente.  Nadie toma nada para sí mismo.  Pero todos tienen más que lo suficiente para comer.

En conjunto las tres lecturas muestran cómo la Eucaristía representa una gran transferencia de dones.  Se refiere primero a la vida y los recursos para mantenerla que Dios nos proporciona.  Tenemos que reconocer que todos los bienes que tenemos encuentran su fuente en la providencia de Dios.  De modo inferior la Eucaristía significa nuestro don a los demás.  En primer lugar el pan y el vino son productos de la industria humana.  Representan el culto que rendemos a Dios en agradecimiento de su bondad.  En segundo lugar es nuestro compromiso a los pobres para que ellos tengan los recursos para vivir.  Sobre todo la Eucaristía es el don de Jesucristo de su Cuerpo y su Sangre que acarrea la vida eterna.  Estos alimentos nos nutren para amar a uno y otro como Jesús nos ama.

Tomamos las cosas que son de nosotros por derecho.  El ciudadano puede tomar la papeleta de votar.  Todos nosotros tomamos nuestros asientos en la misa.  Sin embargo, recibimos las cosas que nos vienen por la bondad de otra persona.  Una niña recibe un futbol como regalo de sus padres.  Sobre todo recibimos la Eucaristía de Dios.  Es el don que nos proporciona la vida tanto ahora como para siempre.  Es el don que proporciona la vida.

El domingo, 16 de junio de 2019


LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

(Proverbios 8:22-31; Romanos 5:1-5; Juan 16:12-15)


Hace cuarenta y dos años un incendio devastó parte de un dormitorio universitario.  Las llamas tomaron las vidas de siete alumnas.  Naturalmente los padres de las muchachas quedaban angustiados.  En la vigilia antes del entierro el capellán de la universidad les trató de aliviar el dolor.  Les dijo que Dios conoce su angustia porque sufrió la pérdida violenta de su propio hijo.  Sus palabras les ayudaron sentir la compasión del Creador.  En la celebración hoy de la Santísima Trinidad podemos reflexionar sobre el amor de Dios y cómo nos lo ha compartido.

Trágicamente más que uno por tres de los niños en los Estados Unidos están criados sin los dos padres en la casa.  Particularmente los hombres a menudo quedan ausentes como si no les importaran sus hijos.  En algunos casos sí actúan como el Dios de sus imaginaciones – creador de todo pero no rindiendo cuentas a nadie, orgullosos de haber procreado a sus hijos pero esquivos de su cuidado.  Por supuesto, este modo de pensar es equivocado.  El Dios verdadero no existe solo sino como una comunión de amor – el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo.

Se necesitan los dos – el padre y la madre – para entender el amor de Dios.  La madre está presente desde la concepción de la creatura.  La alimenta y muchas veces es la primera para acariciarla cuando llora. Su presencia constante le asegura del amor de Dios dondequiera que vaya.  Sin embargo, este amor que todo lo abraza no es suficiente para hacer al niño persona de la virtud.  Hace falta el amor de su padre para transcender los límites del yo. 

En contraste a la madre, el padre parece retirado al principio.  Pero la distancia inicial sirve para abrir el camino del bueno verdadero.  Por llenarla con su presencia el padre enseña al niño cómo buscar lo bueno y evitar lo malo.  Lo aprueba cuando actúe con la justicia y lo corrige cuando falle en sus deberes.  Similarmente Dios nos parezca como lejos.  Pero no es ni indiferente ni aparte de nosotros.  Más bien Él queda invisible para asegurarnos la libertad para escogerlo o rechazarlo.  Como el padre del hijo prodigo, siempre nos espera con brazos abiertos. 

Por supuesto, estas descripciones son sólo tendencias.  En la realidad el amor de la madre y el amor del padre entrelazan y complementan uno a otro.  A veces es el amor del padre que el hijo siente como prevalente en el principio y el amor de la madre que le guía a la madurez.

El amor de Dios abarca y supera el amor de ambos padres.  Podemos describir el amor divino como característico de las tres personas que constituyen la deidad.   Pero tenemos que tener en cuenta que las tres personas siempre funcionan en conjunto.  No hay nada que haga el Padre que no hacen el Hijo y el Espíritu con la única excepción que sólo el Hijo tomó la naturaleza humana.  No obstante, se puede atribuir a cada uno diferentes obras como indicadas en la Escritura. 

Decimos que por el Padre tenemos la vida.  Como indica la primera lectura, Dios creó todo con la sabiduría.  Igualmente decimos que por el Hijo sabemos la voluntad de Dios.  Como relata la segunda lectura, por Jesucristo tenemos “la esperanza de participar en la gloria de Dios.”  Y por el Espíritu Santo somos habilitados a vivir en la imagen de Dios de modo completo.  No sólo podemos pensar y escoger sino también podemos amar de modo abnegado. Como continua la lectura, “Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo”

Hoy también es el día en que honramos a nuestros padres terrenales.  Aun si no fueron participantes en nuestra creación, los agradecemos por habernos enseñado las virtudes humanas.  Quedamos particularmente endeudados a ellos por una cosa más grande aún.  Nos han ayudado apreciar el gran amor de Dios para nosotros.  

El domingo, 9 de junio de 2019


Domingo de Pentecostés

(Hechos 2:1-11; Romanos 8:8-17; Juan 20:19-23)


Si Dios es misterio, el Espíritu Santo es misterio dentro del misterio.  Aun su nombre nos perece extraordinario.  No se puede ver, oír, ni tocar un espíritu.  Tampoco se ha sido revelado mucho el Espíritu Santo en la Escritura.  En el Antiguo Testamento el espíritu de Dios es más un atributo de Dios significando su presencia que una persona con su rol propio.  Hay varias referencias al Espíritu en el Nuevo Testamento.  Pero se puede inferir de ellas que el Espíritu actúa más como un ángel que el Dios todopoderoso.  Sólo después de casi cuatro siglos de reflexión teológica que se desarrolló un entendimiento adecuado del Espíritu Santo que celebramos hoy.

Como el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo es persona de la deidad divina.  Difiere del Padre y del Hijo en que es don.  Entre el Padre y el Hijo es el don del amor y del conocimiento.  A nosotros es el don de la revelación de Dios y de la participación en Su vida.  Hemos escuchado de varios tipos de dones del Espíritu Santo – los dones propios, los frutos, y los carismas.  Ahora examinémonos que son estos dones y cómo nos ayudan.

Recordemos la lista de los dones del Espíritu Santo.  Numeran siete: sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza, piedad, y temor de Dios.  Existen como comandos dentro de nosotros para mirar la realidad como Dios la ve.  Con el don de la piedad no vemos a otras personas como amigos, enemigos o extranjeros sino a todos como hijos e hijas de Dios.  Con este don tratamos a todos con respeto profundo.  Con el don de la fortaleza podemos superar el miedo en situaciones peligrosas porque sabemos que Dios nos cuida.  Aun si perecemos, sabemos que Dios nos recibirá en la gloria.  La segunda lectura da testimonio de la fortaleza.  Dice que no hemos recibido el espíritu de esclavos que nos haga de temer de nuevo, sino un espíritu de hijos.

Los carismas son dones particulares no para el individuo sino para la comunidad de la fe.  Con estos dones edificamos la Iglesia.  Hay varias listas de los carismas en las cartas del Nuevo Testamento.  Casi en todas se incluye la profecía.  Con este don la persona alienta a la gente cuando tienen que llevar a cabo un proyecto.  Los apóstoles se aprovechan de la profecía en la primera lectura.  Hablan con la fuerza para atraer a diferentes gentes a la Iglesia. La Primera Carta a los Corintios incluye la curación como un carisma.  Todos nosotros deberíamos rezar por los enfermos, pero algunos con su toque y oración tienen gran éxito en esta empresa. 

La lista de los frutos del Espíritu Santo varía según la traducción de la Biblia.  Los primeros tres nos dan un sentido adecuado de su función.  Cuando el Espíritu reside en nosotros nos llena del amor, el primer fruto.  Este es una experiencia de pies a cabeza de la misericordia de Dios.  Consciente de la misericordia de Dios, no podemos no sentir el gozo desbordante.  Finalmente, llenos del amor y el gozo no queremos nada más; por eso, tenemos la paz.  Es el sentimiento que tienen los discípulos cuando se dan cuenta que verdaderamente ven a Jesús resucitado en el evangelio.

El Catecismo de la Iglesia alista varios símbolos para el Espíritu Santo como la unción, el fuego, y la paloma.  Tal vez el primer símbolo en la lista, el agua, nos ayuda lo mejor entender la realidad.  Como la vida natural vino de las aguas primordiales, la vida espiritual se origina con el Espíritu Santo.  Finalmente como el agua nos quita de la mugre de la tierra, el Espíritu nos purifica del pecado.  Como decimos en la profesión de fe: “creo en el Espíritu Santo”.