EL TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO
(Eclesiástico
33:1-7.17-18.19.23; II Timoteo 4:6-8.16-18; Lucas 18:9-14)
Se dice
que los fariseos salvaron al judaísmo de la extinción. En el primer siglo los zelotes entre los
judíos se rebelaron contra el imperio romano.
Querían un estado independiente donde los judíos podían gobernar a sí
mismos. Desgraciadamente, los romanos
tenían el mejor ejército en el mundo. Cuando
los israelitas rebelaron, los romanos aplastaron la revuelta. Dejaron Jerusalén en estragos con el templo
tumbado y el pueblo gimiendo. Pero los
fariseos siempre hacían hincapié en la obediencia a la Ley en vez de
sacrificios de templo. Por eso, desde
entonces la mayoría de los judíos han seguido su manera de practicar la fe.
Es
cierto que el evangelio casi siempre pintan a los fariseos como hombres nefastos. Sin embargo, en algunos lugares los fariseos
se comportan como personas honorables.
El fariseo Nicodemo viene a Jesús para aprender la fe. Otro, llamado Simón, lo invita a comer en su
casa. En una de sus cartas San Pablo
dice sin lamento que era fariseo. Nos
preguntamos entonces porque Jesús reprocha a los fariseos tan severamente. El pasaje evangélico hoy nos da unas pistas
para responder al interrogante.
El
fariseo en esta parábola no parece como un malvado. No roba, ni bebe, ni comete adulterio. En algunos modos se comporta como mucha gente
respetuosa de la ley hoy en día. A lo
mejor conocemos a personas como él en nuestro trabajo o en la comunidad. Sin embargo, hay algo irritante acerca del
fariseo. Parece autosatisfecho, aun
arrogante. No reconoce ninguna culpa en su vida. Ni pide nada de Dios. Sólo se jacta de su propia virtud mientras
echa críticas a los demás. Si nos irrita
la actitud del fariseo, le disgusta a Jesús completamente. Dice que el fariseo regresa a casa no
justificado por enaltecerse ante Dios.
Por otra
parte queda el publicano. En el tiempo
de Jesús los publicanos eran como los inspectores de edificios hoy en día. Eso es, siempre buscaban mordidas. El publicano de este evangelio evidentemente
no es excepción a este patrón. Pero
ahora reconoce su pecado y se arrepiente de ello. Se humilla a sí mismo sentándose al fondo del
templo mientras pide el perdón. Dios,
que siempre es justo en sus juicios como
dice la primera lectura, lo juzga como justificado. El publicano vuelve a casa en paz.
¿Puede
el publicano acepta sobornos ahora? No,
al menos si va a seguir en el favor de Dios.
Recordamos cómo el publicano Zaqueo se reforma completamente con su
encuentro con Jesús. Dice que si ha
defraudado a alguien, le restituirá cuatro veces. Este publicano debe hacer algo semejante.
A lo
mejor no somos tan arrogantes como el fariseo en la parábola ni tan humildes
como el publicano. Sin embargo, pecamos,
a veces gravemente. No debemos dejar que
este hecho nos derrote. Como San Pablo
en la segunda lectura queremos seguir corriendo hasta la meta. Que confesemos nuestros pecados tanto
frecuente como sinceramente. Dios, que
es justo, nos ha salvado por Jesucristo.
Sólo tenemos que pedirle perdón en el sacramento. No nos negará la medalla de oro, la
justificación de nuestros pecados. Nunca
nos negará la justificación.
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