El VIGÉSIMO OCTAVO DOMINGO ORDINARIO
(II
Reyes 5:14-17; II Timoteo 2:8-13; Lucas 17:11-19)
¡La lepra! La palabra sola nos llama la atención. No sólo a nosotros sino a gentes en todas
partes y a través los siglos. Lo que se
llama “la lepra” en las Escrituras no es la misma enfermedad que nos amenaza
hoy en día. Sin embargo, provoca la
misma preocupación y temor. Por eso,
podemos entender la curación de Naamán en la primera lectura como reflejo de la
buena nueva del evangelio. Sí la
historia tuvo lugar ocho cientos años antes de Cristo. Sin embargo, tiene los elementos evangélicos
principales. Dios se compadece de un
marginado y lo levanta de su miseria.
Aunque sea general, Naamán sufre el
rechazo de la gente por la lepra. A lo
mejor los niños corren de él cuando el general entra en su presencia. Los adultos no van a reírse de su condición
impura en frente de él. Pero nada les
impedirá de burlarse de él en secreto.
Por eso, Dios, siempre compasivo con los que sufren, lo sana.
No deberíamos pensar que Dios ama
solamente a los indigentes y los enfermos.
No, su afecto alcanza a todos porque todos nosotros andamos en la
necesidad. ¿Quién puede negar que
algunos tengan más recursos que otros?
Pero al fin de cuentas todos somos súbditos al error, a la soledad, y a
la muerte. En otras palabras, la
condición humana más tarde o más temprano nos causará el temor y la
angustia. Podemos contar con Dios para
responder a nuestra necesidad con la compasión.
Se ve el plan de Dios para todos
los hombres y mujeres reflejado en la vida, muerte, y resurrección de
Jesucristo. Aunque él era Dios, se
empobreció a sí mismo para hacerse hombre.
Se humilló a sí mismo aún más por aceptar la condenación a la muerte
aunque no tuvo ningún pecado. Pero Dios
no lo dejó sin la vida. Más bien lo
levantó del sepulcro a una vida gloriosa.
El mismo Jesús prometió un destino semejante a todos que renuncian sus
pecados para seguir sus modos.
San Pablo afirma este mensaje
evangélico en el trozo de su carta a Timoteo que escuchamos hoy. No hay ninguna sombra de duda cuando dice:
“’Si morimos con Cristo, viviremos con él; si mantenemos firmes, reinaremos con
él’”. Por decir “morir con Cristo” Pablo
significa el sacrificio del yo por el amor a Dios y el prójimo. La vida de Pablo da testimonio a este
auto-sacrificio. Sufre azotes,
náufragos, y cadenas para servir al Señor como su apóstol. ¿Quién de nosotros
duda que Pablo reine con Dios en la vida eterna?
El evangelio hoy también destaca la
gran misericordia de Dios a los marginados.
Jesús cura a los diez leprosos cuando se le piden. Pero sólo uno regresa a Jesús para mostrarle
el agradecimiento. A este Jesús le
imparte una doble bendición. Ya lo ha
curado de la enfermedad aterrorizada.
Ahora le concede la salvación. Es
así en toda la historia. Jesús ha sido
una doble bendición al mundo entero. Sus
discípulos han curado y han educado a miles de millones en su nombre. Aquellos de estos beneficiados que lo sigan reciben
además la salvación en su nombre.
Hemos escuchado la buena nueva del
evangelio. También hemos experimentado
los beneficios de Jesús en nuestras vidas.
Queremos ya agradecerlo y servirlo para que recibamos también la doble
bendición de la salvación. Queremos
servirlo para que recibamos la salvación.
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