EL
VIGÉSIMO SEGUNDO DOMINGO ORDINARIO
(Jeremías
20:7-9; Romanos 12:1-2; Mateo 16:21-27)
El padre
Santiago Martín es periodista español. Toda semana hace un video comentando
sobre sucesos en la Iglesia católica.
Siempre muestra gran afecto para la comunidad de fe y perspicacia
profunda en el mundo hoy.
Recientemente
el padre Martín comentó sobre el reporte que la mayoría de los jóvenes se
sienten desequilibrados en este tiempo de pandemia. Es tan fuerte este sentido que una cuarta
parte de los jóvenes de dieciocho a veinte y cuatro años en los Estados Unidos
han pensado seriamente en el suicidio.
Según el padre la desesperanza que tienen los jóvenes es causada, al
menos en parte, por los mayores de hoy.
Los adultos glorifican la juventud tanto que los jóvenes no quieran
hacerse mayores. Los adultos no sólo se
visten como los jóvenes llevando pantalones de vaquero y camisetas en público
sino también imitan sus valores. No es
raro escuchar de una persona mayor cohabitando con su novia o novio. Ni es inaudito que adultos echen sus
responsabilidades de la familia para vivir como jóvenes no casados. El padre Martín cree que los jóvenes no
quieren ser adultos porque los adultos sólo quieren volverse a jóvenes. Entonces, la única cosa que ven en el futuro
es la frustración que resulta por hacerse mayores. No hay que decir que padre Martín se acuerde
con la segunda lectura.
En ella San
Pablo exhorta a la comunidad cristiana en Roma: “No se dejen transformar por
los criterios de este mundo”. Tiene en
mente especialmente el sexo promiscuo que ha sido un tropiezo para los hombres
en todas épocas. En el principio de la carta Pablo enumera los pecados del
mundo. Además del sexo libertino hay
“injusticia, perversidad, codicia, maldad”. Se puede ver las mismas tendencias
descarriadas en nuestra sociedad. Según
los criterios de nuestro mundo, el sexo es lo que le hace la persona
feliz. Para tener éxito en la vida, hay
que acumular una fortuna y gastarla como le dé la gana. Del mundo de los deportes viene el criterio
de ganar como la cosa más importante en la vida.
Pero no es
que todos acepten estos criterios. En el
periódico hace poco apareció la historia de un anciano de noventa y tres años. Este hombre se mudó en un asilo de ancianos,
aunque tiene buena salud. Quería ayudar
a su esposa de setenta años internada en el asilo porque tiene Alzheimer. Con la pandemia él no había podido
visitarla. Entonces ella dejó de comer
que impulsó la decisión de él que, en lugar de dejarla morir, él residiría en
el asilo. Ahora tres veces por día el
hombre le da de comer a su esposa. Ella
le ha respondido, no con palabras sino con la voluntad de seguir viviendo.
San Pablo
continua su exhortación a los romanos por decirles: “… dejen que una nueva
manera de pensar los transforme internamente”. Esto es lo que hizo el anciano y
es lo que tenemos que hacer nosotros.
Cuando Jesús nos dice en el evangelio hoy que renunciemos a nosotros
mismos, que tomemos nuestra cruz y que lo sigamos, no está pidiendo que vayamos
a la África como misioneros. No, parecidos al anciano cumpliendo su voto
matrimonial por cuidar a su esposa, Jesús quiere que seamos fieles a nuestros
compromisos cristianos. Quiere que
seamos justos en nuestros asuntos con los demás y particularmente cuidadosos de
nuestras familias.
El
evangelio termina con Jesús haciendo un compromiso. Dice que al final del mundo vendrá para
recompensar a sus discípulos según sus méritos.
Esto es el mensaje que queremos a pasar a los jóvenes de hoy en
día. Lo mejor no es lo que estén
viviendo ahora sino la gloria que Jesús nos promete. Es cierto que tomando
nuestra cruz como Jesús parece duro.
Pero en realidad no es desagradable porque tenemos a Jesús como
compañero. Además, tenemos un futuro aún
más gozoso. Vamos a habitar con él en la gloria.
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