Segundo Domingo de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia (Hechos 4:32-35; I Juan 5:1-6; Juan 20, 19-31)
Hace trece
años el Papa Benedicto bautizó a un musulmán en la vigilia pascual. El converso, nativo de Egipto, era periodista
bien conocido en Italia. Dijo al tiempo
que se ponía su vida en peligro por haber hacerse católico. A pesar de su muestra de fe y valentía,
después algunos años, el converso dejó la Iglesia. Se nos recuerda su historia cuando leemos la
primera lectura hoy de los Hechos de los Apóstoles.
La lectura
describe la vida de la Iglesia primitiva de Jerusalén. Dice que en el principio todos miembros de la
comunidad estaban del mismo corazón y mente.
Compartían todos sus recursos para que nadie se anduviera en
necesidad. Sin embargo, en la
continuación de la historia aparece un fraude entre los miembros. Una pareja finge dar todo el dinero recibido
de la venta de su casa a la comunidad.
Sin embargo, ha guardado una parte de ello para sí mismos. Parece más el
orgullo que la avidez que motiva a la pareja.
Quieren ser conocidos como generosos.
En fin, a pesar de la reciente renovación con el Espíritu Santo, el
pecado está acechando para enredar a los cristianos en intrigas.
Ahora
también nosotros tenemos que luchar con la tentación de pecar. Muchas veces es el orgullo lastimado que nos
mueve a ofender a Dios. Los padres a
menudo tienen esta experiencia. Quieren
ser los mejores guardianes posibles de sus hijos. Prometen a sí mismos mostrar la comprensión y
la sabiduría cuando sus hijos tienen problemas.
Pero cuando reciben el reporte que su hijo estaba interrompiendo la
clase por la quinta vez este año, pierden la paciencia. No quieren que su hijo sea el payaso de la
clase. Le gritan y amenazan con castigos exagerados. ¿Qué deben hacer para resolver la situación? sí tienen que hablar con su hijo, pero
también deben buscar una sanación interior.
Según el
evangelio hoy, no hay mejor remedio que someterse a la misericordia de
Jesús. Muestra a un apóstol cometiendo
un error patético. En el día de la
resurrección los discípulos escucharon de María Magdalena que Jesús vive. Cuando fueron al sepulcro, no encontraron su
cuerpo. Esa noche Jesús les apareció.
Pero cuando cuentan a Tomás, que no estaba con ellos esa noche, que
vieron al Señor, él rechaza su testimonio.
Con gran fanfarria dice que, si no se mete su dedo en sus heridas, no creerá.
Es una falta de fe de parte de, no menos, un compañero de Jesús. Pero Jesús, siempre grande en la con
misericordia, no deja a Tomás siga en su incredulidad. Le viene a él para ofrecerle sus heridas en
un gesto de generosidad suprema.
Nos ofrece
a nosotros también una segunda o tercera o septuagésima oportunidad para
reconciliarnos cuando lo fallamos. Está allí en el confesionario aguardándonos
con lágrimas. Uno de los santos más
sabios dijo: “Al no confesar, Señor, solo te escondería de mí, no me de
ti". Deberíamos aprovecharnos del
sacramento de Reconciliación regularmente.
No solo nos quita el pecado sino también nos da mayor motivo de no
pecar.
Desde el
tiempo del papa San Juan Pablo II se ha llamado este domingo, “Domingo de la
Divina Misericordia.” La fiesta destaca
el Sacramento de la Reconciliación como un gran fruto de la Resurrección de
Jesús. A veces parece que el tiempo de esta
fiesta está fuera de lugar. Los
sacerdotes están cansados de escuchar confesiones después de la Cuaresma. La gente quiere relajarse. No deberíamos preocuparnos. Siempre hay razón de celebrar la misericordia
de Dios en el sacramento. Nos levanta de
nuestros errores. Nos mueve en el camino
a la vida eterna. Siempre hay razón de
celebrar la misericordia de Dios.
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