El domingo, 11 de abril de 2021

Segundo Domingo de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia (Hechos 4:32-35; I Juan 5:1-6; Juan 20, 19-31)

Hace trece años el Papa Benedicto bautizó a un musulmán en la vigilia pascual.  El converso, nativo de Egipto, era periodista bien conocido en Italia.  Dijo al tiempo que se ponía su vida en peligro por haber hacerse católico.  A pesar de su muestra de fe y valentía, después algunos años, el converso dejó la Iglesia.  Se nos recuerda su historia cuando leemos la primera lectura hoy de los Hechos de los Apóstoles.

La lectura describe la vida de la Iglesia primitiva de Jerusalén.  Dice que en el principio todos miembros de la comunidad estaban del mismo corazón y mente.  Compartían todos sus recursos para que nadie se anduviera en necesidad.  Sin embargo, en la continuación de la historia aparece un fraude entre los miembros.  Una pareja finge dar todo el dinero recibido de la venta de su casa a la comunidad.  Sin embargo, ha guardado una parte de ello para sí mismos. Parece más el orgullo que la avidez que motiva a la pareja.  Quieren ser conocidos como generosos.  En fin, a pesar de la reciente renovación con el Espíritu Santo, el pecado está acechando para enredar a los cristianos en intrigas. 

Ahora también nosotros tenemos que luchar con la tentación de pecar.  Muchas veces es el orgullo lastimado que nos mueve a ofender a Dios.  Los padres a menudo tienen esta experiencia.  Quieren ser los mejores guardianes posibles de sus hijos.  Prometen a sí mismos mostrar la comprensión y la sabiduría cuando sus hijos tienen problemas.  Pero cuando reciben el reporte que su hijo estaba interrompiendo la clase por la quinta vez este año, pierden la paciencia.  No quieren que su hijo sea el payaso de la clase. Le gritan y amenazan con castigos exagerados.   ¿Qué deben hacer para resolver la situación?  sí tienen que hablar con su hijo, pero también deben buscar una sanación interior.

Según el evangelio hoy, no hay mejor remedio que someterse a la misericordia de Jesús.  Muestra a un apóstol cometiendo un error patético.  En el día de la resurrección los discípulos escucharon de María Magdalena que Jesús vive.  Cuando fueron al sepulcro, no encontraron su cuerpo. Esa noche Jesús les apareció.  Pero cuando cuentan a Tomás, que no estaba con ellos esa noche, que vieron al Señor, él rechaza su testimonio.  Con gran fanfarria dice que, si no se mete su dedo en sus heridas, no creerá. Es una falta de fe de parte de, no menos, un compañero de Jesús.  Pero Jesús, siempre grande en la con misericordia, no deja a Tomás siga en su incredulidad.  Le viene a él para ofrecerle sus heridas en un gesto de generosidad suprema.

Nos ofrece a nosotros también una segunda o tercera o septuagésima oportunidad para reconciliarnos cuando lo fallamos. Está allí en el confesionario aguardándonos con lágrimas.  Uno de los santos más sabios dijo: “Al no confesar, Señor, solo te escondería de mí, no me de ti".  Deberíamos aprovecharnos del sacramento de Reconciliación regularmente.  No solo nos quita el pecado sino también nos da mayor motivo de no pecar.

Desde el tiempo del papa San Juan Pablo II se ha llamado este domingo, “Domingo de la Divina Misericordia.”  La fiesta destaca el Sacramento de la Reconciliación como un gran fruto de la Resurrección de Jesús.  A veces parece que el tiempo de esta fiesta está fuera de lugar.  Los sacerdotes están cansados de escuchar confesiones después de la Cuaresma.  La gente quiere relajarse.  No deberíamos preocuparnos.  Siempre hay razón de celebrar la misericordia de Dios en el sacramento.  Nos levanta de nuestros errores.  Nos mueve en el camino a la vida eterna.  Siempre hay razón de celebrar la misericordia de Dios.

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