El
vigésimo quinto domingo ordinario
(Sabiduría
2:12.17-20; Santiago 3:16-4:3; Marcos 9:30-37)
Hace cincuenta años el drama musical
“Camelot” ganó muchos premios. La
historia tiene lugar en Inglaterra por la Edad Media. El rey Arturo tiene una corte de los
caballeros más atrevidos del mundo.
Entonces el Señor Lancelot viene de Francia para servir al rey
Arturo. Lancelot es orgulloso, aun
vano. Dice que es el mejor en todo. En
el musical Lancelot usa las palabras francés, “C’est moi” (“Soy yo”), para
expresar su grandeza. Se pregunta a sí
mismo: “¿Dónde se puede encontrar un hombre tan extraordinario?” Y responde a
la pregunta: “C’est moi”. Vemos
esto tipo de vanidad en el evangelio hoy.
Los apóstoles discuten en el camino quién
entre ellos es el más importante.
Evidentemente más que uno de los doce quiere responder: “C’est moi;
soy yo”. La tristeza no es tanto que los
discípulos del maestro Jesús son orgullosos.
Más profundamente desconsolador es que Jesús acaba de decirles cómo
sufrirá pronto. Dentro de poco se lo
entregarán and lo pondrán a muerte. Pero
evidentemente a los apóstoles no les importa o no lo entienden. Pero, sí es la verdad que no lo entienden,
¿no deberían superar su miedo para pedirle explicación?
Es cierto que la vanidad u orgullo es un
pecado primordial. Según el Libro de
Proverbios, “Antes de la ruina, hubo orgullo…” (16,18). Por eso, la serpiente tienta a la pareja en
el jardín con la expectativa de que se hagan “como dioses”. Para evitar que hiciéramos este pecado cuando
éramos chicos, nuestras madres nos regañaban: “El mundo no revuelve alrededor
de ti”. Pero es una lección difícil para
aprender. Nos da mucho gusto pensar en
nosotros mismos como las más importantes, las más guapas, o las más brillantes
personas en el mundo.
Al fondo de esta tendencia queda el
individualismo extremo. Pensamos que
podamos hacer cualquiera cosa por nosotros mismos. Tenemos tanta confianza que pensemos que no
necesitemos a nadie. Nos gusta pensar en
nosotros mismos como desconectados de la comunidad, no responsable a
nadie. Ni pensamos que a Dios le importan
nuestras acciones. La primera lectura
expresa esta fantasía perfectamente bien.
Cita a los malvados diciendo entre sí mientras urden una trampa contra
el justo: “’Si el justo es hijo de Dios, él lo ayudará…’”
La segunda lectura da eco a estas
advertencias contra el orgullo y el individualismo extremo. Señala que las
“malas pasiones” son la fuente de todos conflictos y luchas. Apunta a la ambición como pasión desordenada,
que en su forma extrema busca premios sin guardar las reglas. Por ejemplo, los atletas que toman drogas
para ganar medallas en las Olimpiadas son culpables de la ambición. Otra pasión mala es la codicia que desea lo
que pertenece a otras personas.
A Jesús no le falta la paciencia para
enseñar a sus discípulos, incluso a nosotros, en que consiste la verdadera
importancia. Dice que la importancia no
consiste en ser admirado por los demás sino en servir a los demás. Es la verdad que un famoso actor una vez
admitió. La estrella de la radio dijo
que mientras buscaba todas las medallas de mérito de su profesión, no hizo
tanto por el mundo que cualquiera buena mujer de la limpieza.
Interesantemente Jesús nunca condena el
amor propio. Pero manda que amemos al
otro tanto como a nosotros mismos y que amemos a Dios sobre todo. Tenemos que admitir que el más importante no es
"c'est moi; soy yo". Ni
el segundo más importante es "c'est moi; soy yo". Somos como todos los demás – complejos de
virtudes y vicios, fuerzas y debilidades, posibilidades y límites. Alcanzaremos nuestro potencial completo por
seguir al Señor Jesús en la entrega de nosotros mismos por el bien de los
demás. Parecerá en el principio que
estamos estudiando y trabajando sólo por nosotros mismos. Sin embargo, vendrá la ocasión en que escogeremos
a vivir principalmente por nosotros o por los demás y por Dios, sobre
todo. Ojalá que escojamos a vivir por Dios
sobre todo.
Para reflexión: ¿Consuelo al otro cuando tiene dolor o estoy siempre preocupado con mis propios problemas?
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