CUARTO
DOMINGO DE ADVIENTO
(Miqueas
5:1-4; Hebreos 10:5-10; Lucas 1:39-45)
Pronto
comenzarán a hacerlo. En los finales de
diciembre los medios siempre reportan los eventos más impactantes del año. Van a dar el primer lugar al disturbio en la
capital estadounidense en enero.
Deberían mencionar que el número de muertes atribuido a la pandemia en
2021 sobrepasó aquel en 2020.
Posiblemente incluirán en el reporte al deportista, Caeleb Dressel,
quien ganó cinco medallas doradas en las olimpiadas. Si fuéramos a nombrar los sucesos más
impactantes de toda la historia, ¿cuál sería lo primero?
Al menos
para a los pueblos del occidente tiene que ser la vida de Jesucristo. Jesús ha sido la estrella por la cual muchísima
gente ha navegado sus vidas por dos milenios.
En el evangelio hoy San Lucas nos da una parte de la historia del nacimiento
de Jesús. Como buen narrador, San Lucas
revela su historia gradualmente. Explica
paso a paso los eventos conduciéndonos a Belén.
Empieza con la anunciación a Zacarías del nacimiento de su hijo a pesar
de que él y su esposa Isabel son ancianos.
Entonces cuenta de la anunciación a María que dará a luz a Jesús a pesar
de que ella es virgen. Entonces trata
del episodio que leemos hoy: la visita de María a Isabel. Se destaca este incidente por el salto que
hace Juan ante Jesús mientras los dos ocupan el vientre de sus madres. Juan está reconociendo a Jesús como más
grande que él. Pues Juan predicará el
arrepentimiento, mientras Jesús se hará la fuente del perdón.
En la
primera lectura Miqueas profetiza el lugar y el resultado del nacimiento de
Jesucristo. Dice que el Mesías nacerá en
Belén. Sigue que su liderazgo conducirá
a su pueblo a la paz. Por decir “la paz”
aquí no se entiende sólo la ausencia de la guerra. No, la paz es un sentido de bienestar ambos
interior y exterior. La segunda lectura
de la Carta a los Hebreos indica de que la paz consiste y cómo Jesús lo
consigue. La paz es la quita de pecados
de modo que la persona no se preocupe de su último destino. Jesús le ganó la vida eterna por el
sacrificio de sí mismo en la cruz.
Porque Jesús nunca había cometido pecado, no tuvo que ofrecer sacrificio
por culpas propias. El beneficio de su
sacrificio fue trasferido a sus hermanos en la fe, los cuales abarcan a
nosotros. Somos liberados de toda culpa
cuando nos unamos con él en el Bautismo o la Penitencia.
Sí, nos
cuesta pedir perdón de nuestros pecados.
Sin embargo, hay ejemplos dorados a través de la historia. En una
historia reciente una mujer se convirtió de ser abortista a ser líder en el
movimiento provida. La señora Abby
Johnson había tenido dos abortos cuando se encargó una clínica de aborto. Entonces un día mientras estaba viendo un
aborto con el ultrasonido, ella experimentó revulsión. En poco tiempo dejó el cargo en la clínica para
unirse con la gente luchando contra esta abominación. Dice la señora Johnson que reza
frecuentemente el Salmo 30. Este salmo
cuenta de ser liberado de las fauces de la muerte. Añade ella: “…es un ejemplo poderoso de la
que Cristo me ha hecho por mí. Cuando
sentía que no me quedaba ninguna esperanza, él estaba esperándome, esperando
para darme gozo”.
A lo mejor
no hemos pecado como Abby Johnson. Sin
embrago, es cierto que todos nosotros somos pecadores. Todos nosotros hemos puesto nuestra voluntad
antes de la voluntad de Dios. Cristo nos
ha salvado de este pecado de orgullo y de todos demás. Sólo tenemos que recorrer a él para reconocer
nuestras faltas y pedir su perdón. No sea
fácil, pero vale la pena. Una vez que lo
hagamos, vamos a experimentar la verdadera paz navideña.
Para reflexión: ¿Por qué tengo dificultad reconocer y pedir perdón de mis pecados? ¿Cómo puedo superar este desafío?
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