Séptimo Domingo del Tiempo Ordinario
(I Samuel
26:2.7-9.12-13.22-23; I Corintios 15:45-49; Lucas 6:27-38)
La reina Elizabeth del Reino Unido acaba de
llegar a un hito. El 6 de febrero era cabeza de sus países por setenta
años. Ha hecho más que cumplir sus
responsabilidades. Ha sido un modelo de
nobleza. Siempre ha mostrado la
preocupación por los pobres. Nunca se ha
enredado en escándalo. Más bien ha
exhibido la gracia y la dignidad en todos asuntos persónales y públicos. Por mucho
tiempo la gente de Britania la recordará con admiración. Similarmente los
judíos han tenido estima para el rey David.
David era guerrillero. Desde su victoria sobre el gigante Goliat, él
ganó el respeto por derrotar los enemigos de Israel. Sin embargo, era lejos de la perfección. Le gustaba demasiado la violencia. No demoró en tener al marido de su amante
matado. Otro vicio que tuvo era la
lujuria. Tuvo al menos a seis esposas. Tal vez nos preguntemos porque la Biblia lo ve
como el mejor rey de Israel. La razón no
termina con su capacidad de ganar batallas.
Más significativamente, tuvo un corazón listo para perdonar como Dios. Muestra esta capacidad en la primera lectura
cuando rechaza la oportunidad de matar a su enemigo.
En el evangelio Jesús instruye a sus
discípulos que imiten la misericordia de Dios.
Son de perdonar a sus enemigos.
Además, son de prestar sin esperar cobrar, bendecir a sus adversarios, y
dar por solo la petición del otro. Por
supuesto, estas exigencias aplican a nosotros tanto como a los cristianos del
primer siglo.
Tal vez sentimos que Jesús nos exige
demasiado. Nos preguntamos, ¿dónde está
la justicia si cualquier hombre me puede pegar con impunidad? Se esconde la justicia en el plan de Dios. Jesús
implica esto en lo que dice después. Nuestro Padre celestial no permitirá que
nos destruyamos. Más bien nos
recompensará en abundancia cuando venga su reino. Dice Jesús que nuestro lote será “una medida
buena, bien sacudida, apretada y rebosante”.
A lo mejor sigue nuestra inquietud. Preguntamos: ¿podríamos mantener la paz
siguiendo estas directivas del Señor? De
verdad, no es fácil. Pero tenemos
ejemplos como San Francisco y Madre Teresa demostrando que sí es posible. Es cierto que personas tan débiles como
nosotros van a fallar a veces. Pues, cuesta
a veces coordinar nuestras responsabilidades a familiares y amigos con las
exigencias del reino. De todos modos, no
debemos desesperar. Mientras cambiamos
nuestras vidas para acomodar estos principios de Jesús, estaremos bien.
Una mujer inmigrante y pobre, prestó el
dinero que estaba ahorrando para comprar casa.
Después de varios meses ella que pidió el préstamo no le devolvió. Ni quería mencionarlo. Ahora la prestadora no sabe qué hacer porque necesita
dinero para reparar su carro. ¿Violará
la exigencia de Jesús por pedirle a devolver el dinero? No. Si fuera rica y la otra persona realmente
fuera necesitada, habría razón de perdonar la deuda. Pero en este caso las dos deben arreglar un
plan para asegurar el bien mutuo.
En la segunda lectura hoy escuchamos a San
Pablo describiendo el “hombre celestial”.
Dice en efecto que, movido por el Espíritu, el hombre celestial ha
acomodado los principios del Reino. Ya
no practica los vicios del “primer hombre”: egoísmo, lujuria, y
borracheras. En cambio, se ha puesto las
virtudes del Reino: no violencia, bondad, y compasión. Se ha conformado con Cristo. Su destino es la vida con Él para siempre.
Pronto estaremos comenzando la
Cuaresma. Es tiempo para considerar cómo
podemos conformarnos con Jesús. ¿Ser lentos
en enojarnos con personas que nos desconciertan? ¿Ser más listos a perdonar a
nuestros enemigos? Sí, estos son los
modos de hombres y mujeres celestiales.
Para la reflexión: ¿Qué puedo hacer para conformar mi más al
Reino de Dios?
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