El domingo, 27 de febrero de 2022

 OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

(Eclesiástico 27:5-8; I Corintios 15:54-58; Lucas 6: 39-45)

Sabemos muy poco de la vida futura.  Un poeta una vez la describió como un pueblo dorado con casas doradas.  Infortunadamente las Escrituras no nos ayudan mucho. El profeta Isaías cuenta de una fiesta para las naciones en la montaña de Sión.  Dice que se servirán comidas ricas y vinos predilectos, pero no revela nada de las interrelaciones personales.  El Apocalipsis habla de la “ciudad santa”, la “nueva Jerusalén”.   Dice sólo que la ciudad brillará como jaspe cristalino. Allá habita Dios junto con los elegidos alabándolo. 

Probablemente a la mayoría de la gente no les importa el oro en la vida futuro.  Tampoco les emociona alabar a Dios por mucho tiempo.  La mayoría de las personas, incluso nosotros, piensan en la vida futura por otra razón.  La ven como la última oportunidad para reunirse con sus seres queridos muertos.  Quieren ver a sus esposas o a sus papás.  Definitivamente los padres que han enterrados a hijos desean verlos de nuevo.  Queremos decirles de nuestro amor y agradecimiento.  Queremos escuchar su sabiduría, sus chistes, y su apoyo para nuestros proyectos.

Los teólogos dicen que con tal propósito para la vida eterna no vamos a alcanzarla.  Según ellos para ser admitidos al Reino del Cielo tenemos que subordinar nuestros deseos a Dios.  En lugar de querer reunificarnos con nuestro esposo, tenemos que enfocarnos en amar a Dios.  En lugar de desear acariciar a nuestros hijos de nuevo, tenemos que pensar en complacer al Señor.    

En la segunda lectura San Pablo anticipa el fin del tiempo cuando nuestros cuerpos resucitarán de entre los muertos.  Dice que nuestro ser corruptible se revestirá con la incorruptibilidad.  Vale la pena reflexionar en estas palabras.  Pensamos en la incorruptibilidad como cosa física: una superficie super resistente como tiene el acero inoxidable.  Sin embargo, la incorruptibilidad tiene que ver con el alma también.  Es la resistencia de toda forma de corrupción moral.  La persona con un ser incorruptible no engaña, no toma nada de exceso, nunca es grosero o insultante. Más bien, siempre hace lo justo, lo bueno.

Un día un hombre estaba llenando su coche con gasolina.  Vio una bolsa cerca de la bomba de gasolina.  Recogió la bolsa y miró adentro.  Estaba cinco mil dólares en billetes.  Como una persona honrada, el hombre no tomó la bolsa.  Más bien entregó todo el dinero al intendente. Este hombre al menos exhibió algo de la incorruptibilidad. 

Hacerse incorruptible es como morir. Dolorosamente dejamos el yo para reconocer a Dios.  Él es el autor y fundamento de todo lo que somos y tenemos.  No podemos producir frutos buenos sin Él.  Ni podemos aun vivir sin su apoyo.  Por esta razón solo es justo darle las gracias y alabanzas en la vida futura.  Sin embargo, no es que glorifiquemos a Dios y olvidemos a nuestros seres queridos.  Al contrario, cuanto más valoremos a Dios, más podemos amar a nuestros padres, esposos, e hijos.  Los vemos como verdaderamente son: dones encomendados a nosotros por el Rey de cielo.  Nunca querremos maltratar a ellos porque vienen del Altísimo.

Este miércoles venimos a la iglesia ambos avergonzados y empeñados.  Nuestros pecados contra al Dios altísimo causarán la vergüenza.  Hemos ofendido a Él que nos ha sido siempre bueno con nosotros.  Estaremos también empeñados para morir al yo para que tengamos la vida futura con Él.  Y no solo con Él sino también con nuestros seres queridos.

 

Para la reflexión: ¿Piensas en la vida futura en primer lugar como oportunidad de conocer a Dios o de reunirse con sus seres queridos?  ¿Estás dispuesto a cambiar esta mentalidad?

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