VIGÉSIMO CUARTO DOMINGO ORDINARIO, 11 de septiembre de 2022
(Éxodo
32:7-11.13-14; Timoteo 1:12-17; Lucas 15:1-32)
Las fotos
del telescopio Webb son deslumbrante.
Muestran una despliega de estrellas y planetas que deja la boca
abierta. Cuando vemos la grandeza del
universo como si fuera de cerca, tenemos dificultad pensar en Dios como “popi” como
algunos dicen. Sin embargo, eso es como
Jesús nos lo revela en el evangelio hoy.
Jesús
confronta a los fariseos y escribas cuyo sentido de Dios es nada como un padre
con ternura para sus hijos. Más bien ven
a Dios como un generalísimo, justo pero firme.
Lo consideran como desapiadado a aquellos que desafíen sus órdenes. Estos fariseos se han fijado en pasajes
bíblicos como en la primera lectura donde el Señor dice a Moisés: “’Veo que
éste es un pueblo de cabeza dura. Deja
que mi ira enciende contra ellos hasta consumirlos…’” De ninguna manera pueden los fariseos aceptar
a Jesús como profeta de Dios. Pues él
habla con pecadores y les trata no con exigencia sino con afecto.
Jesús
cuenta dos parábolas que describen a Dios como activamente buscando a los pecadores. En la primera, compara a Dios con un pastor
humilde que deja su rebaño para buscar a una oveja perdida. Esta comparación asombraría a los fariseos cuyo
concepto de Dios es Creador alto y poderoso.
Luego Jesús hace una comparación que es aún más escandalosa a los
fariseos. Lo describe como una mujer de
casa agitada por una moneda extraviada. En los dos casos el protagonista no
deja por perdido lo que se le ha extraviado sino lo busca con
preocupación. Y una vez que lo
encuentra, se regocija y celebra.
Estamos
acostumbrados a llamar la parábola que sigue el “Hijo pródigo”. Sin embargo, con mucha razón algunos ahora la
llaman el “Padre amoroso”. Pues el padre
es la única persona que tiene papel en las tres partes de la parábola. En la primera parte el hijo menor desilusiona
a su padre por marcharse con su herencia. Después de desgastar la fortuna, el
joven sufre por su necedad. Entonces decide
a volver a su padre como un trabajador, que en ese tiempo era un tipo de
siervo. Sin embargo, el padre está allí
para acogérselo como si lo esperara desde el día de su partida. No le permite a su hijo mencionar que quiere trabajar
como siervo, sino le da una fiesta de bienvenida. Cuando el hijo mayor, también llamando a sí
mismo como siervo, se entera de lo que está pasando, rehúsa entrar la
fiesta. El padre no se ignora de este
acto de rebeldía. Más bien, se le acerca
a él como hizo a su hijo menor para exhortarle que recapacite su posición.
El hijo
mayor debe aprender ver a su padre no como un guardián de esclavos sino un
santo que quiere a todos sus hijos. De
igual manera los fariseos tienen que entender a Dios como el Creador que quiere
cuidar de todos los hombres y mujeres aún a los pecadores. Y porque a veces
actuamos como fariseos tenemos que afinar nuestra percepción de Dios. Dios no es Hacedor del universo demasiado
remoto para pensar en nosotros como seres queridos suyos. Más bien nos conoce y nos ama a cada uno de
nosotros. Quiere que nosotros
obedezcamos sus mandatos no como esclavos temiendo castigo sino como hijos
destinados a compartir su felicidad.
Como
siempre San Pablo da buen testimonio al amor de Dios. En la segunda lectura Pablo admite que era
pecador grande. Aun describe a sí mismo
como blasfemo. Pero reconoce como Dios
tuvo misericordia de él llamándole por Jesucristo a una vida nueva. Es la misma vida de hijos destinados a la
eternidad que Cristo extiende a nosotros.
No es la vida de temor como el caso de un esclavo. Es la vida de libertad que disfrutan los verdaderos
hijos e hijas de Dios.
Para la
reflexión: ¿estoy más movido por el temor de sufrir en el infierno que por el
amor que Dios comparte con sus hijos? Si
es así, ¿cómo puedo cambiar mi disposición hacia Dios?
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