Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
(II Samuel
5:1-3; Colosenses 1:12-20; Lucas 23:35-43)
El hijo de
una viuda murió de repente. Se dejó la madre
desconsolada. No solo sentía abandonada
por Dios; también se preocupaba por el alma del fallecido. Aunque era bondadoso y respetuoso de todos, el
difunto no asistía regularmente en la misa.
Pensando en Cristo como un rey, podríamos apoyar a personas como esta
mujer apenada.
Un rey o
una reina tienen la prerrogativa de otorgar perdones a criminales. Pueden mandar que un prisionero sea suelto,
no importa su ofensa. Aunque Pilato no
era rey sino representante del imperador, tenía él también la prerrogativa. Sin embargo, se la aprovechó no para hacer la
justicia sino por motivo propio. Soltó a
Barrabás de la cárcel mientras condenaba a Jesús a la muerte. En el evangelio
hoy, Jesús mismo, rey del universo, la utiliza para condonar la pena del
malhechor que le pide la consideración.
Por reconocer su ofensa contritamente, Jesús le promete la vida eterna.
La segunda
lectura de la Carta a los Colosenses nos asegura que Jesús tiene el privilegio
de condonar sentencias. Porque es Hijo
de Dios Padre, primogénito de toda creación, y fundamento de todas cosas,
Cristo ha recibido “toda plenitud”. Esta
“plenitud” incluye la capacidad de perdonar a los culpables donde juzga
apropiado. Con este poder, Cristo puede condonar la pena de nuestros pecados,
aunque sean grandes.
No podemos
decir que todos vayan a ser admitidos en la gloria de la vida eterna. Jesús nos advierte en el evangelio que
entremos por la puerta angosta. Eso es, hemos de orar, hacer penitencia, y
actuar obras buenas regularmente. Añade
que “muchos tratarán de entrar y no podrán”.
Es decir, muchos disimulan vivir rectamente, pero no lograrán la vida
eterna. Jesús ha dejado los sacramentos
para mantenernos en el camino justo y recolocarnos allí cuando fallemos. No debemos presumir que su misericordia sea
tan seguro como el aguinaldo en la Navidad.
Sin
embargo, la misericordia de Jesucristo es mayor que nuestros cálculos. Él sabe si estamos plenamente culpables de
nuestros pecados. Puede ser que nuestra responsabilidad fuera limitada cuando
pecamos por condiciones culturales o por experiencias personales. También, él escucha nuestros últimos
gritos. Es posible que, con un acto de contrición
al momento final, él perdonara nuestros peores pecados. Sería un acto completamente de acuerdo con su
misión. Como dijo en el camino a su martirio
en Jerusalén, vino “a salvar lo que se había perdido”.
Cuando
murió hace poco, la reina Isabel de Inglaterra recibió elogios del mundo
entero. Era persona disciplinada y
creyente, realmente digna de admiración. Sus sujetos la querían por la dignidad
que siempre mostró y por su preocupación por el bienestar de las naciones en el
Commonwealth. En Cristo tenemos a un
monarca con estas cualidades y más, mucho más.
Después de vencer el pecado y la muerte, ha reinado para dispensar a nosotros
la gracia. Será siempre para nosotros el
rey de reyes: justo, compasivo, y benevolente.
PARA LA
REFLEXIÓN: ¿Vale la pena rezar por los difuntos? ¿Por qué?
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