SEXTO DOMINGO ORDINARIO
(Levítico
13:1-2.44-46; I Corintios 10:31-11:1: Marcos 1:40-45)
El Libro de
Levítico trata de la santidad. Los
israelitas se sienten una llamada particular de parte de Dios para ser santos. Se
puede describir Levítico como un manual para cumplir esa vocación. Particularmente importante para ser santo es
la pureza. Se asocia la inmundicia con
enfermedad, morales malas, y la impiedad.
Por lo tanto, los judíos en el tiempo de Jesús se guardan a sí mismos de
la lepra, la enfermedad que deteriora la piel.
Los pobres
leprosos tienen que aislarse de otras personas, ¡aunque no hayan hecho nada
malo! Se manda este ultraje porque el
bien de la comunidad tiene prioridad del bien psicológico del enfermo. Ahora
después la pandemia tenemos una idea como se sienten los leprosos. En algunos casos los aislados no solo están
solos, aburridos, y frustrados porque no pueden cumplir sus
responsabilidades. Muchas veces incluyen
el sentir el dolor y el temor que tal vez nunca vayas a recuperarte. En el caso de la lepra no se limita el
encierro a cuatro días o una semana. Más
bien es la prospectiva que vas a pasar años separados de sus seres queridos.
De hecho,
no solo los leprosos sufrían el aislamiento en la Biblia. Mujeres después dar a luz también tienen que separarse,
así como hacen los que trabajan con animales muertos. Es cierto, estos pueden purificarse con
abluciones de agua, pero esto también es molestia.
En el
evangelio Jesús muestra la compasión al leproso. Cuando se le presenta a sí mismo a Jesús y
expresa fe en él, Jesús no tiene ningún miedo en tocarlo. Aún más lo cura de su
enfermedad. Jesús ha venido para vencer
el mal en todas sus formas. No va a
permitir que este hombre siga sufriendo ni el dolor ni el aislamiento.
Jesús
quiere hacer lo mismo con nosotros.
Quiere aliviar nuestras enfermedades, sean corporales o espirituales,
por ponernos en contacto con él mismo.
Su cuerpo queda en la tierra en la forma de la comunidad de fe, la
iglesia. Eso es todos nosotros. Por eso tenemos delante de nosotros ahora la
cuaresma, la gran temporada de penitencia comunal. Hemos de rezar por, hacer sacrificios por, y
ayudar a uno a otro.
¿Qué enfermedad
llevamos? ¿Es comer compulsivamente? Ya tenemos cuarenta días que nos invitan a
dejar de tomar segundos, dulces, y meriendas.
¿Es que estamos inclinados a desviar cuando rezamos? Ahora tenemos un tiempo reservado para venir
a la iglesia durante la semana para enfocarnos en el Viacrucis o el sacrificio
de la misa. ¿Nos sentimos culpables de
siempre buscar nuestro propio bien y no ayudar a los necesitados? Ahora tenemos un tramo de semanas que nos convienen
a cuidar a los desafortunados.
Con estos actos de amor nos purifiquemos de nuestros pecados mientras
aliviamos a personas en apuros.
La cuaresma
nos cuesta porque el pecado ha deformado nuestro pensamiento. El pecado nos hace pensar que nuestros vicios
no son tan malos o, al menos, son necesarios para que sobrevivamos. Es mentira, y ahora tenemos cuarenta días
para mostrar que con la ayuda de la gracia podemos superar los hábitos
malos. La penitencia es necesario si
vamos a cumplir nuestra vocación. Como
los israelitas en el desierto somos llamados a ser santos, purificados de
pecado, y caritativos hacia los demás.
Somos llamados a ser discípulos de Jesús que muestra la compasión al
leproso.
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