SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA
(Génesis
22:1-2.9-13.15-18; Romanos 8:31-34; Marcos 9:2-10)
Como
siempre escuchamos el evangelio de la tentación de Jesús en el primer domingo
de Cuaresma, podemos contar con escuchando la historia de su transfiguración en
el segundo. También escuchamos el mismo evangelio al seis de agosto. Parece que el evento es tan importante para
nuestra consideración que vale la repetición. Vamos a reflexionar en este
cambio de apariencia en dos maneras: lo que pasa a Jesús y lo que pasa a los testigos
que incluyen a nosotros mismos.
A veces los
predicadores tratan de diferenciar entre una transformación y una
transfiguración. Dicen, por ejemplo, que
la transfiguración es siempre de un estado bajo a un estado más alto mientras
la transformación puede ser un mejoramiento o una deterioración. Pero esta distinción es difícil ver. El griego del evangelio hoy dice
“metemorphOthE” que es traducido como “fue transformado”. Evidentemente se desarrolló la costumbre a
través de los siglos de llamar esta experiencia de Jesús “la Transfiguración”
como la tenemos ahora en nuestros misales.
De todos
modos, el aspecto de Jesús cambia rápida y significantemente. Se revela su identidad completa cuando su
ropa comienza a brillar. Como se ve
Superman cuando el periodista Clark Kent se quita su traje, se ve el Mesías de
Dios cuando se ponen lucientes las vestiduras de Jesús. Esta transformación verifica lo que Pedro
afirmó antes: Jesús es el Mesías o, en griego, el Cristo. También indica la verdad que Jesús mismo
trató de inculcar en sus discípulos con poco éxito. Eso es, aunque es el Mesías, tiene que morir
para lograr la salvación de Israel.
Además de
su transfiguración, hay dos otros testimonios en favor de Jesús en este
evangelio. La presencia de Moisés y de
Elías en ambos lados de Jesús muestra su preeminencia en la historia de la
salvación. Sus palabras llevan a la
perfección la Ley que Moisés presentó al pueblo. Asimismo, su sufrimiento culminará los
sacrificios de los profetas, entre quienes Elías es el más prominente, para llevar
a cabo la voluntad de Dios.
En el
desierto Dios comunicó con Israel de una nube. Ahora en la montaña también
utiliza una nube para entregar su mensaje.
Dice: “Este es mi Hijo amado…” Jesús es su "amado" porque
cumple su voluntad en todo. Luego concluye:
“…escúchenlo”. Porque perfectamente hace
la voluntad del Padre, él vale la escucha de los discípulos.
Jesús no es
el único de experimentar un cambio en este relato. También sus discípulos están afectados. Su fe ha crecido desde que treparon el
monte. Asombrados por la visión de Jesús
transfigurado, ahora esperan que algo extraordinario le pase a Jesús. Por lo menos se puede decir que su fe no
debería sacudirse completamente cuando Jesús es crucificado.
Nosotros
hemos sido conscientes de la pasión y resurrección desde nuestras primeras
lecciones del catecismo. Sin embargo, es
posible que viviendo entre escépticos y no creyentes que ahora abundan comencemos
a dudar estos principios de fe. Pero al
escuchar este evangelio podemos hacer una afirmación de fe con tanta convicción
como Abraham en la primera lectura.
Abraham creyó que Dios no iba a negar su promesa de hacer de él el
patriarca de una nación numerosa a pesar de que le pidió que sacrificara a su
único hijo. Ahora es de nosotros vivir
con tanta fe. No importa lo que digan
los sabios de este mundo, seguimos a Jesús, nuestro Señor resucitado.
Comenzamos
este camino cuaresmal con la imposición de cenizas en nuestras frentes. El cura nos dijo que éramos polvo y al polvo
regresaremos. Ahora después de escuchar
el evangelio de la transfiguración podemos añadir algo a este pronuncio
alarmante. De polvo tan fino como las
cenizas del crematorio vamos a resucitar a la vida eterna.
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