SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
(Deuteronomio
4:31-34.39-40; Romanos 8:14-17; Mateo 28:16-20)
A muchos
predicadores no les gusta predicar hoy.
Dicen algo como: “¿Cómo puedo explicar la Santísima Trinidad a la
gente? Es tan complicado como enseñar la
relatividad de Einstein”. La declaración
es curiosa porque según los teólogos Dios es sobre todo simple.
Cuando los
teólogos dicen que Dios es simple, quieren decir que no tiene ningunas
partes. Como ser espiritual, Dios no tiene
extensiones como piernas, boca, o cerebro que pudieran describirse como alto,
gordo, oscuro, o con otra cualidad. Pero
la simplicidad de Dios va más allá que ser espiritual. Dios nunca se creó de modo que pudiera ser
llamado como viejo o joven. Asimismo,
jamás ha sido dependiente de otra cosa o persona de modo que se pudiera decir
que le falte algo. Tampoco ha cambiado
de modo que pudiera decirse como haber mejorado o disminuido.
Sí se puede
decir que Dios es verdadero, amoroso, sabio, etcétera, pero no en el sentido
que Dios tenga las características de la verdad, del amor, de la sabiduría,
etcétera como nosotros las tenemos; eso es, hasta cierto punto. Más bien porque Dios es simple, hay que decir
que Dios es la verdad, el amor, la sabiduría, etcétera en sí mismo. Esto significa que Dios es la base de la
verdad, el amor, sabiduría, y todas las otras cualidades, incluso la
existencia. En otras palabras, si no
fuera por la presencia de Dios a ello, nada puede tener la verdad, el amor, la
sabiduría, ni siquiera la existencia.
La Primera
Carta de Juan nos cuenta: “Dios es amor”. Esta frase indica cómo el único Dios puede ser
asemejado a tres personas. Para lograr
el amor, tres cosas son necesarias. Hay
que tener un amante, un amado, y una relación entre los dos. Identificamos a Dios Padre como el amante y
Dios Hijo como el amado, pero podemos decir con igual verdad que el Hijo ama a
su Padre Dios. De todos modos, la
relación entre estos dos es Dios Espíritu Santo. Aunque Dios es perfectamente contento con
este amor mutuo, ha querido compartir su amor con los seres humanos. No solo existimos porque Dios nos ama, sino también
tenemos el Espíritu Santo para amar como Dios.
Podemos sacrificar lo que nos es precioso, aun nuestras vidas, por el
bien del otro.
Había una
joven que hizo eso. Después de la
graduación de la universidad ella dedicó seis años como misionera llevando la
fe a otros universitarios. Era llena del
Espíritu Santo siempre acogiéndose a todos en encuentros y pasando la mayoría
del tiempo con aquellos que parecían en necesidad de un amigo. A los treinta años se le encontró el cáncer
de los ovarios y murió un año después.
Dos meses antes de su muerte, la joven escribió una carta a Jesús. Le dijo: “Jesús, no solo quiero ser una
santa, sino quiero ser una gran santa que lleva a otros a ti, ¡por supuesto
para tu mayor honor y gloria!”
La Iglesia ha declarado a esta joven una “Sierva de Dios”. Está en camino a ser reconocida como una santa. Para nosotros ella sirve como un modelo y un signo. Nosotros también deberíamos amar a los demás por tratar de llevarlos a Dios. También, ella nos muestra cómo el verdadero amor no es exclusivo sino, como en la Santísima Trinidad, solícito de los demás.
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