III DOMINGO DE ADVIENTO
(Sofonías
3:14-18; Filipenses 4:4-7; Lucas 3:10-18)
A lo mejor
saben que este tercer domingo de Adviento se llama "Domingo de
Gaudete" o, en español, "Domingo de la Alegría". Hoy
debemos alegrarnos por un par de razones. Primero, hemos pasado más de la mitad
del tiempo de espera hacia la Navidad. Pero aún más importante, la alegría
caracteriza todo el tiempo de Adviento. Permítanme explicar esto con más
detalle.
Hace
siglos, en Francia, el Adviento se consideraba un tiempo de penitencia. Durante
esta temporada, los catecúmenos se preparaban para ser bautizados en la Fiesta
del Bautismo del Señor. Por esta razón, la comunidad ayunaba junto con los
candidatos al bautismo. Sin embargo, esta no era la costumbre en Roma donde se
celebraba Adviento como preparación de Navidad. Después de que la Iglesia
Romana unificó las celebraciones, quedó claro que el Adviento no es un tiempo
de penitencia, sino de alegría. Esto se refleja en las primeras lecturas de hoy.
Encontramos una razón para la alegría en
el evangelio.
En la
primera lectura, el profeta Sofonías llama a Jerusalén a alegrarse, explicando:
“Tu Dios, tu poderoso salvador, está en medio de ti”. San Pablo, en su
carta a los Filipenses (segunda lectura), también exhorta a la alegría con una
razón similar: “El Señor está cerca”. Hoy nos alegramos porque sentimos
la inminente llegada del Señor entre nosotros.
El
evangelio de hoy nos exhorta a realizar obras buenas. Todos debemos ayudar a
los necesitados, actuar con justicia impecable y decir siempre la verdad. Cuando
actuamos de esta manera, sentimos una profunda satisfacción por haber llevado a
cabo la justicia a la cual el Señor nos llama en nuestro corazón. Además, nos
llenamos de alegría porque la llegada del Señor nos trae la promesa de una
recompensa eterna.
En estos
días de preparación para la Navidad, muchos buscan el placer. Compran licores,
preparan comidas especiales y planean vacaciones. Estos placeres no son malos
en sí mismos, pero no ofrecen la alegría que el Adviento nos invita a
experimentar. Es importante distinguir entre placer y alegría, ya que este
entendimiento nos ayuda a crecer espiritualmente.
El placer
es una emoción del apetito sensual, algo que sentimos al entrar en contacto con
un bien exterior. Sin embargo, su efecto es pasajero y, generalmente,
individualista. Por ejemplo, ver un hermoso amanecer nos da un momento de
placer, pero no podemos compartir esa sensación con nadie que no lo haya visto.
La alegría,
en cambio, es una emoción del alma, del apetito espiritual. Surge de actos
virtuosos, de comprender una verdad profunda o de amar la bondad. A menudo, la
alegría perdura en la memoria porque no depende de cosas materiales. Nacido del esfuerzo, la alegría puede
compartirse con otras personas que han tenido el mismo tipo de
experiencia. Por ejemplo, la
satisfacción de haber alcanzado un título académico puede durar por años y
compartirse con otros que han trabajado mucho para lograr una meta.
En estos
días antes de Navidad, experimentaremos la alegría si realizamos obras de
caridad. Los feligreses que preparan bolsas de alimentos para los pobres
sienten esta satisfacción del alma. Regresan a sus casas contentos porque han
respondido al mandato del Señor de alimentar a los hambrientos. Sienten que
Jesús está cerca para recompensarlos.
Sin
embargo, no es necesario realizar grandes obras para experimentar la alegría
navideña. Solo necesitamos creer que Cristo está a mano para salvarnos de
nuestra locura.
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